Encuentros con la Palabra
Domingo Ordinario XXIV – Ciclo C (Lucas 15, 1-32)
(...) hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte (...)”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Ya habían pasado las 9 de la noche cuando llegué a la casa cansado por el día de trabajo
y de estudio que terminaba. Me llamó la atención oír ruido al acercarme al apartamento.
Le pregunté al portero qué pasaba. Me contó que mi hermano menor había llegado y
cómo mi papá y mi mamá habían organizado una fiesta para recibirlo. Habían invitado a
algunos vecinos y familiares a comer. Quedé sorprendido porque ya habían pasado tres
años desde el día en que mi hermano se había marchado sin dejar el menor rastro. Antes
de desaparecer, había hecho sufrir mucho a mis papás, porque en su afán por conseguir
con qué comprar la droga que lo tenía esclavizado, había ido desmantelando la casa de
todo tipo de electrodomésticos y objetos de cierto valor. Lo último que hizo, antes de irse,
fue robarse los pocos ahorros que mis papás habían logrado reunir a lo largo de toda la
vida de sacrificios y esfuerzos.
Sentí mucha rabia al saber que se había organizado una fiesta para recibir a este
zángano que no sabía sino gastar lo que otros trabajaban. Me negué a entrar. Mi papá y
mi mamá salieron para tratar de convencerme de que me uniera a la fiesta. Confieso que
mi reacción fue muy dura con ellos: “De ninguna manera pienso aprobar con mi presencia
la alcahuetería de ustedes con este vago que no ha hecho otra cosa que hacerlos sufrir,
primero con sus vicios y robos, y luego con una ausencia de tres años sin dar la menor
señal de vida. ¿No se dan cuenta de lo que están haciendo? Le están diciendo que todo
lo que hizo estuvo bien y que puede seguir con lo mismo siempre. En lugar de educarlo y
hacerle ver su error, lo que están haciendo es premiarlo por lo que hizo. ¿Cuándo han
organizado ustedes una fiesta para celebrar mis cumpleaños con mis amigos? Me he
pasado la vida aquí al lado de ustedes sin desacatar la más mínima orden, estudiando y
trabajando para ayudar a sostener los gastos de la casa, y nunca me lo han agradecido.
En cambio, ahora, llega este muchachito y convierten esto en una fiesta”.
Los argumentos que me dieron no me convencieron. Decían de todas las formas que
estaban contentos porque el hijo que se les había perdido había aparecido y que se
alegraban por saber que estaba vivo el que ya daban por muerto. No lo podía creer. Era
algo que desbordaba mi capacidad de comprensión. No entendía cómo podía ser posible
que hubieran olvidado los muchos ratos amargos que habían tenido por su culpa, antes y
después de su desaparición tres años atrás. Estoy seguro de que ustedes también
comparten mis sentimientos y no tendrían agallas para celebrar la llegada de un hijo o un
hermano que se hubiera portado así con la familia. No me cabe en la cabeza que haya
alguien que no sienta lo mismo que yo. Después de todo, Dios no nos pide cosas que
estén por encima de nuestras capacidades.
Las parábolas que nos presenta hoy la liturgia de la Palabra, son la manera como Jesús
quiso revolucionar radicalmente la imagen de Dios que tenían sus contemporáneos. En
lugar de un Dios justiciero y castigador, Jesús nos presenta un Dios que se alegra más
por la conversión de un solo pecador, que por noventa y nueve justos que no necesitan
cambiar nada de su vida. ¿Nuestra imagen de Dios se parece más al del hijo mayor que
no es capaz de perdonar, o al padre que se alegra por encontrar al que estaba perdido?
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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