XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Padre, no soy digno de llamarme hijo tuyo
¡ESTABAS MUERTO Y TE HE RECUPERADO VIVO!
Jesús propuso esta parábola: - Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a
su padre: - Dame la parte de la herencia que me corresponde. Y el padre
les repartió la herencia. Pocos días después el hijo menor reunió todo lo
que tenía, partió a un país lejano y allí malgastó su dinero en una vida
desordenada. Cuando lo había gastado todo, sobrevino en aquella región
una gran escasez y él empezó a pasar necesidad. Recapacitando entonces,
pensó: Me pondré en camino hacia mi padre... Cuando estaba todavía lejos,
su padre lo reconoció y se conmovió, corrió a echarse a su cuello y lo
abrazó. Entonces el hijo le habló: “Padre, pequé contra Dios y contra ti; ya
no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus servidores: “En
seguida, traigan la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y
sandalias en los pies. Comamos y alegrémonos, porque este hijo mío
estaba muerto y ha vuelto a la vida, lo había perdido y lo he encontrado”.
(Lucas. 15, 11-32).
Ésta es una de las páginas más bellas y consoladoras de la Biblia, que refleja el
inmenso amor y misericordia de Dios hacia el pecador. Amor plasmado en el perdón
sin límites y sin más condiciones que la de reconocer el pecado y volverse hacia
Dios pidiéndole perdón sinceramente, convencidos de que ya no merecemos
llamarnos hijos suyos.
Hemos de reconocer que en todos nosotros hay un hijo pródigo egoísta. Pero Dios,
ante la ofensa, no reacciona con desprecio, enojo, venganza, condena, rechazo…
Dios reacciona con amor, acogida, misericordia y perdón. Sólo un Dios omnipotente
e infinitamente misericordioso puede obrar así.
Sin embargo, quien no reconoce su pecado ante Dios, se cierra al perdón. Y
también se hace incapaz de perdón quien no perdona las ofensas recibidas de su
prójimo. “Si ustedes no perdonan, tampoco serán perdonados” (Mt 6, 14-15).
Como el padre del hijo pródigo exulta de gozo al recuperar a su hijo vivo, y
organiza una gran fiesta, así se goza Dios cuando un pecador, hijo suyo, vuelve a él
arrepentido. Jesús mismo lo declara: “Hay más fiesta en el cielo por un pecador que
se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión” (Lc. 15,10).
Dios nos ama sin condiciones ni límites como verdaderos hijos suyos que somos, y
le duele inmensamente que no regresemos a él, que no reconozcamos su amor y
nos perdamos y lo perdamos para siempre.
El pecado consiste en abandonar a Dios para gozar de forma desordenada de sus
dones a espaldas de él, y a la vez es ofendernos a nosotros mismos al perder
nuestra infinita herencia eterna.
Alegremos el corazón de Dios nuestro Padre y démosle motivos de fiesta, cuando le
hayamos dado motivo de tristeza con el pecado. Ésa es la manera auténtica de
amar a Dios, de amarnos a nosotros mismos y de alcanzar la herencia eterna.
Padre Jesús Álvarez, ssp