DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat
15 de septiembre de 2013
Lc 15, 1-32
Queridos hermanos:
“los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: -Ése acoge a los pecadores y
come con ellos". Esta es la acusación que dará pie al Señor para narrar lo que me
atrevería a decir es la parábola más preciosa de todo el Evangelio, parábola que sólo
podía salir de los labios, del corazón de Cristo: Es realmente sorprendente la imagen
de Dios que Jesús nos presenta. Un Dios de amor, de misericordia, de ternura, de
inmensa proximidad, que nos espera siempre, que conmovido corre lleno de emoción
cuando volvemos a la casa que habíamos abandonado por el pecado.
Todos recordamos la parábola del hijo pródigo que comienza así: "Un hombre tenía
dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la
fortuna». El padre les repartió los bienes”. Así es al principio de nuestra vida; al nacer,
Dios ha repartido, nos ha dado un montón de bienes: la inteligencia, la memoria, la
imaginación, la vista, el gusto... Unos con más suerte que otros, según el juicio
humano, porque, en realidad a cada uno, después, nos pedirá según los bienes que
hayamos recibido.
Es también un detalle de comprensión de Dios en la parábola el atribuir este
alejamiento al mismo hijo pequeño, es decir, al hijo que no ha madurado aún, al que
todavía está un poco alocado, que no ha caído en la cuenta de qué es el verdadero
sentido de la vida, al que todavía piensa que estamos aquí para disfrutar y disfrutar. Es
verdad, estamos hechos por Dios para ser felices, pero será después de la muerte
(con juicio y resurrección incluidos), y entonces será para la vida o para la
condenación.
La parábola sigue. "Emigró a un país lejano". El principio de nuestros males comienza
por un alejamiento de la casa de nuestro Padre. Empezamos a descuidar las
oraciones que siempre rezábamos, dejamos la frecuencia de la reconciliación y de la
Eucaristía, no recordamos el amor que nos tiene nuestra Madre del cielo, y de ahí,
pasamos a reírnos un poco de aquellas prácticas que uno hacía cuando se preparaba
para la comunión, y de la risita, a la burla, y de la burla al "derrochó su fortuna viviendo
perdidamente".
El hijo menor, pecador contumaz, que ha despreciado a su padre y la casa paterna,
que ha dilapidado el tesoro recibido -y que él exige de malas maneras: dame la parte
que me toca de la fortuna-, desde la lejanía definitiva ve su casa y, en la negrura del
hambre y la desolación, vuelve para comer, tal vez, las migajas que caigan de la mesa
abundante, no ya como hijo, sino como un perrito que al final del banquete se arrastra
por entre la basura sobrante.
Cuando el hijo menor "todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando
a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo". ¿Qué capacidad la de Lucas al
poner en boca de Jesús esta maravilla literaria, maravillosamente contada. En
brevísimas pinceladas la parábola nos presenta tres caracteres sorprendentes.
El que más sorprende es el que hace referencia al padre. Jesús inventa este
maravilloso cuento para que sepamos cómo es la relación de nuestro Padre Dios con
nosotros, sus hijos, pequeños o grandes. El padre es todo ternura. Ternura que nos
parece la de una madre. El vio regresar a su hijo y se en conmovió de emoción. Nunca
ha dejado el padre de amar a su hijo de manera plena, aunque se haya ido,
despreciándolo crudamente. No importa, el padre sigue oteando el camino con mirada
de misericordia, por si algún día el hijo vuelve. No importan las condiciones, lo
fundamental es, simplemente, que vuelva a sus brazos.
El hijo menor hacía días que estaba aprendiendo las palabras con que implorar perdón
a su padre; pero a éste no le importan esas palabras, ni siquiera se fija en ellas, sólo le
interesa que el hijo está viniendo de vuelta a casa, a sus brazos maternos. No es un
padre justiciero que le pedirá cuentas al hijo descarriado antes de recibirlo en casa,
primero a prueba, y no en el lugar que le correspondería como hijo. Pero este padre
espera y espera y espera, no sea que el hijo regrese. Lo tiene todo preparado: el
vestido mejor, el ternero cebado, el banquete, la música y el baile. "Porque este hijo
mío, estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado". Ni siquiera
dice lo he encontrado, sino lo hemos encontrado, ya que la celebración es de toda la
casa del cielo.
Sorpresa mayúscula del hijo pequeño. Nunca hasta ese momento había calibrado la
grandeza de su Padre, su amor, su benevolencia, su capacidad de perdón. ¡Ahora, por
fin, lo entiendo! Mientras que el proceso del hijo mayor es el contrario. Comprende
ahora la injusticia de su Padre. "En tantos años como te sirvo, sin desobedecer
nunca… a mí nunca me has dado un cabrito...". Efectivamente, cuando el hijo menor
vuelve a casa, nos encontramos con otro personaje: el hermano mayor. Esta figura
nos sirve para darnos cuenta de algo más. No basta con estar cerca de Dios, sino que
hay que adentrarse en él. Algunos místicos, como la beata Isabel de la Trinidad, se
han dado cuenta de este hecho. Dios quiere vivir en lo más profundo de nuestras
almas y nosotros hemos sido creados para no encontrar descanso fuera de Dios.
Nuestro destino es adentrarnos cada vez más en su corazón infinito.
El hermano mayor vive al lado del padre, pero sin el padre. Es esta falta de sintonía
con el corazón paterno la que hace que tampoco sea capaz de disfrutar de los bienes
que posee. Sólo viviremos la creación en plenitud y todos los bienes que contiene en
la medida en que estamos unidos a Dios. En Él encuentra toda la realidad, y
especialmente cada uno de nosotros, su sentido más profundo.
La Virgen acoge en su seno nuestras debilidades y las pone al lado de su Hijo, para
que podamos vivir, con todas nuestras debilidades, confesando al mundo que Jesús
es el Cristo, el Hijo de Dios vivo.