CICLO C
TIEMPO ORDINARIO
XI DOMINGO
“Ni robo ni mato”, ponemos como excusa. “El que esté sin pecado que tire la
primera piedra”, nos dijo el Señor. Si afirmamos que no hemos pecado, nos
engañamos a nosotros mismos, no somos sinceros; más aún, hacemos mentiroso al
mismo Dios (I Jn 1, 8-10) La verdad es que el único bueno es Dios; nosotros,
todos, pecamos. El pecado forma parte de la verdad del hombre, decía Juan Pablo
II.
En nuestro mundo abundan los efectos del pecado: falta de honradez, corrupción,
el ansia de poder y de dinero, familias rotas, grupos enfrentados, las muertes con
ruido y también las muertes silenciosas de niños no nacidos o enfermos
terminales; explotación de las personas, violencia en sus múltiples formas,
decisiones inmorales sociales o económicas, atentados contra los derechos de la
persona o contra el medio natural. Todo esto está a la orden del día. Pero mientras
tanto, ha desaparecido entre nosotros el reconocimiento personal de nuestra
malicia individual.
Pecado que se reconoce y perdón de Dios; fe que actúa por el amor, que salva y
justifica. Bien podrían ser el resumen de las lecturas de hoy. David reconoce su
tremendo pecado y Dios le perdona. A la mujer del Evangelio se le ha perdonado
mucho porque ha amado mucho. La fe nos salva, nos justifica ante Dios; pero es la
fe verdadera, que nos impulsa a cumplir la ley en su plenitud: amar a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.
Dios, nuestro Padre, infinitamente bueno, quiere que seamos buenos como bueno
es Él. “Lo más divino en el hombre es hacer el bien” (San Gregorio Nacianceno). El
ser humano es débil y sin la gracia de Dios nada puede (oración colecta). Además
de reconocerse pecador y arrepentirse ante Dios y ante su conciencia, el cristiano
tiene un signo eficaz de esta gracia de Dios. Es el sacramento de la Penitencia, que,
junto con el perdón y la paz, nos “otorga la vida divina” (Catecismo de la IC,
Compendio, 224), nos hace partícipes de la bondad infinita de Dios.
MARIANO ESTEBAN CARO