XXVI Domingo del Tiempo Ordinario/C
Maldita riqueza y bendita pobreza
A lo largo de la liturgia de este domingo se pone de manifiesto cómo el excesivo
afán de confort, de bienes materiales, de comodidad y lujo lleva en la práctica al
olvido de Dios y de los demás, y a la ruina espiritual y moral. El Evangelio nos
describe a un hombre que no supo sacar provecho de sus bienes. En vez de
ganarse con ellos el Cielo, lo perdió para siempre. Se trata de un hombre rico, que
se vestía de púrpura y de lino finísimo, y tenía cada día espléndidos banquetes.
Mientras que muy cerca de él, a su puerta, estaba echado un mendigo, Lázaro,
cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los
perros le lamían sus llagas.
En la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31), Jesús ha
presentado como advertencia la imagen de un alma arruinada por la arrogancia y la
opulencia, que ha cavado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre: el
foso de su cerrazón en los placeres materiales, el foso del olvido del otro y de la
incapacidad de amar, que se transforma ahora en una sed ardiente y ya
irremediable.
Este hombre rico vive a sus anchas en la abundancia; no está contra Dios ni
tampoco oprime al pobre. Únicamente está ciego para ver a quien le necesita. Vive
para sí, lo mejor posible. ¿Su pecado? No vio a Lázaro, a quien hubiera podido
hacer feliz con menos egoísmo y menos afán de cuidarse de lo suyo. No utilizó los
bienes conforme al querer de Dios. No supo compartir. “La pobreza -comenta San
Agustín- no condujo a Lázaro al Cielo, sino su humildad, y las riquezas no
impidieron al rico entrar en el eterno descanso, sino su egoísmo y su infidelidad”.
El egoísmo, que muchas veces se concreta en el afán desmedido de poseer cada
vez más bienes materiales, deja ciegos a los hombres para las necesidades ajenas
y lleva a tratar a las personas como cosas; como cosas sin valor. Pensemos hoy
que todos tenemos a nuestro alrededor gente necesitada, como Lázaro. Y no
olvidemos que los bienes que hemos recibido para administrarlos bien, con ge-
nerosidad, son también afecto, amistad, comprensión, cordialidad, palabras de
aliento…
Jesús le da un nombre al pobre, mas no al rico. Al revés de lo que pasa en este
mundo: los ricos tienen nombre y renombre; los pobres no tienen nombre ni voz.
Lázaro, al morir, encuentra amigos y felicidad eterna. ¡Cuántos ricos de hoy y de
siempre ignoran a Lázaro e ignoran lo que les espera después de la muerte: el
fracaso total de su vida. No se llevarán ni un centavo.
El Papa francisco ha dicho que Las riquezas y los afanes del mundo “ahogan la
Palabra de Dios”. Son “las riquezas y los afanes del mundo” los que ahogan la
Palabra de Dios en el corazón del hombre y no la dejan crecer. Y la Palabra muere,
porque no es conservada: es ahogada. En este caso, o se sirve a la riqueza o se
sirve a las preocupaciones, pero no se sirve a la Palabra de Dios. ¿Qué hace en
nosotros, qué hacen las riquezas y que cosa hacen las preocupaciones?
Simplemente te quitan el tiempo”.
La parábola del rico y Lázaro debe estar siempre presente en nuestra memoria;
debe formarnos la conciencia. Cristo pide apertura hacia los hermanos y hermanas
necesitados; apertura de parte del rico, del opulento, del que está sobrado
económicamente; apertura hacia el pobre, el subdesarrollado, el desvalido. Cristo
pide una apertura que es más que atención benigna, o muestras de atención o
medio-esfuerzos, que dejan al pobre tan desvalido como antes o incluso más.
El problema, explica el papa Francisco, está en confundir las riquezas. Hay “tesoros
riesgosos” que seducen “pero que debemos abandonar”, aquellos acumulados
durante la vida y que la muerte destruye. Hay un tesoro que “podemos llevar con
nosotros”, un tesoro que nadie nos puede robar, que no es “lo que has estado
guardando para ti”, sino “Aquel tesoro que hemos dado a los demás, eso es lo que
llevamos. Y eso va a ser nuestro mérito, entre comillas, ¡nuestro ‘mérito’ es de
Jesucristo en nosotros! Y eso es lo que tenemos que llevar. Y es aquello que el
Señor nos deja llevar. El amor, la caridad, el servicio, la paciencia, la bondad, la
ternura son hermosos tesoros: son los que llevamos. Los otros no”.
El rico epulón, que idolatró sus riquezas poniéndolas en lugar de Dios y del prójimo,
terminó en la máxima pobreza y ruina. Escarmentemos en cabeza ajena para no
perdernos: el recto uso de los bienes materiales, los bienes verdaderamente
importantes son los espirituales, y la Verdad sobre la Vida Eterna, que es
ésta: después de la muerte no volvemos a esta vida terrena, sino que hay para
nosotros salvación eterna o condenación eterna.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)