SOLEMNIDAD
LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
Celebramos hoy la asunción de María en cuerpo y alma a los cielos. Es la
glorificación de la Virgen María con todo su ser (alma y cuerpo). La gracia de la que
María estuvo llena en este mundo, es su plena glorificación. Este privilegio
constituye la coronación de todos los privilegios, con que María fue adornada. La
ausencia de pecado original y su santidad perfecta exigían para la Madre de Dios la
plena glorificación de todo su ser. No es una advocación o devoción más de la
Virgen María. Es un hecho que sigue vivo ahora en su persona.
El día uno de noviembre de 1951, Pío XII definía como dogma de fe que “La Virgen
María, terminado el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma a la
gloria celestial”. Ya en mayo de 1946, el Papa promovió una amplia consulta a
todos los obispos y, a través de ellos, a los sacerdotes y al pueblo de Dios, sobre la
posibilidad de definir la asunción de María como dogma de fe. Sólo seis respuestas,
entre 1.181, manifestaban alguna reserva sobre el carácter revelado de esta
verdad.
Para no hablar de la muerte de la Virgen, la Iglesia antigua, sobre todo la oriental,
se refería a la “dormición” de María. Juan Pablo II en la audiencia del 2 de julio de
1997 enseñaba que “el dogma de la Asunción afirma que el cuerpo de María fue
glorificado después de la muerte”. Daba el Papa varias razones: Cristo murió y la
Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte. Asimismo, “para participar en la
resurrección de Cristo, María debía compartir, ante todo, la muerte”. San Francisco
de Sales habla de una muerte «en el amor, a causa del amor y por amor», llegando
a afirmar que la Madre de Dios murió de amor por su hijo Jesús.
El cielo al que María fue asunta no es un lugar, sino “una participación singular en
la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás
cristianos” (Catecismo 966). En esta participación María se ha adelantado a todos
los cristianos. Es la garantía de que también nosotros, pobres seres humanos,
venceremos con Cristo al mal, al pecado y a la muerte. El cielo es nuestra morada
definitiva. María nos indica la meta de nuestra peregrinación terrena: quien vive y
muere amando a Dios y al prójimo, con Cristo y como Cristo, será glorificado a
imagen del Resucitado.
María, una de nuestra raza, asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo, garantiza
nuestra plena glorificación, nuestra unión definitiva con Dios, que es amor eterno.
Este amor es el «cielo». La autocomunicación de Dios comienza ya en esta vida, si
vivimos en gracia de Dios, unidos a Él de forma efectiva. La gracia es la gloria en
este tiempo de peregrinación. Y la gloria es la gracia en la plenitud del cielo. Esta
glorificación es el destino de los que Cristo ha hecho hermanos suyos, teniendo en
común con nosotros la carne y la sangre. Y la primera de todos es María.
La glorificación de María no pone distancia entre ella y nosotros. María sigue siendo
nuestra Madre. Ella conoce todo lo que nos acaece en este valle de lágrimas y nos
ayuda y sostiene en las pruebas de la vida. “Ella es consuelo y esperanza de tu
pueblo, todavía peregrino en la tierra”, cantamos hoy en el prefacio.
Todos estamos destinados a morir. María ahora es la prueba de que la muerte no
es el final, sino un paso de vida a vida. Unidos a Cristo, participamos de la
inmortalidad del Hijo eterno de Dios. María ha sido ya glorificada. Se nos ha
anticipado. María es esperanza nuestra: Su destino glorioso es nuestro último y
definitivo destino.
MARIANO ESTEBAN CARO