Ciclo C: XXVII Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes.
Dichosa tú que has creído (Lc 1, 45)
Dicen los apóstoles a Jesús: «Auméntanos la fe». Esa petición manifiesta la
actitud cristiana correcta.
Los verdaderos discípulos se reconocen pobres. Por eso, van pidiendo, buscando y
llamando. Viven por la fe; miran más allá de sí mismos para vivir y para no perder
la esperanza, el amor, la estabilidad, la visión, en momentos difíciles. Bien saben
que sin la visión se hundirán en el caos y que no subsitirán si no creen en el Señor
(Prov 29, 18; Is 7, 9).
Y en esta postura de fe y pequeñez les afirma Jesús. Se fija entrañablemente en
ellos y da por cierto que aun la fe pequeña de los pequeños que se abandonan en
los brazos de Dios, en la manera confiada de un niño en el regazo de su madre, les
capacita para obras increíbles. El que ha tomado la condición de esclavo les insta a
ponerse a plena disposición de Dios, siempre teniéndose por siervos inútiles.
De hecho, los hombres no le somos útiles a Dios. El omnipotente y autosuficiente
Creador de todas las cosas no tiene necesidad de templos, ni necesita que nadie
haga nada por él (Hch 17, 24-25). No come tampoco carne de toros ni bebe
sangre de machos cabríos (Sal 49, 13).
Somos nosotros quienes necesitamos alimentarnos de su carne y su sangre. Nos
hace un gran favor, llamándonos a servirle y a tomar parte en los duros trabajos
del evangelio. De él hemos recibido todo lo que tenemos, y es solo por su gracia
que somos capaces de algo provechoso—de lo que, según san Vicente de Paúl, los
misioneros deben persuadirse (Reglas Comunes de la C.M., XII, 14).
Con razón, pues, es más un místico que un asceta el compañero de Jesús (Papa
Francisco). Le importa al primero, antes que nada, permanecer en Jesús, mientras
el último, como un atleta, tiende a fiarse de su entrenamiento riguroso, sus propios
esfuerzos y habilidades. El místico no se congratula, no se deja llevar por la vana
complacencia (cf. Reglas Comunes de la C.M., XII, 3, 4); reconoce que no puede
hacer nada sin Jesús.
Da gracias, pero sin alabarse a sí mismo. No se fija en las transgresiones ajenas ni
para declararse superior a los demás ni para excusarse de las suyas. El verdadero
siervo de los siervos, que procura vivir según la noción cristiana de la autoridad (Mt
20, 26-28), se define y se sintetiza profunda, exacta y verdaderamente como «un
pecador en quien el Señor ha puesto los ojos» (Papa Francisco; cf. Lc 5, 8).
Así que quienes realmente siguen a Jesús no tienen pretensiones de superioridad
moral. No solo no se aferran al dinero; renuncian también toda pretensión de
certeza doctrinal superior. Tienen experiencia de dudas. Por eso, se empeñan en
discernir, admitiendo a la vez que «en todo discernimiento verdadero, abierto a la
confirmación de la consolación espiritual, está presente la incertidumbre» (Papa
Francisco). Los discípulos auténticos no se declaran omniscios, ni pretenden tener
respuestas a todas las preguntas, ni se conforman con un dios a medida suya. Son
descendientes de Abrahán, quien, por la fe, partió sin saber a dónde iba.
Tienen, claro, los ojos fijos en Jesús, el iniciador y consumador de la fe, el primero
de todos los pobres creyentes dichosos, quien, entregando su cuerpo y derramando
su sangre por nosotros pecadores, encomendó su espíritu a las manos del Padre.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)