DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat
29 de septiembre de 2013
Lc 16, 19-31
«Os acostáis en lechos de marfil; arrellanados en divanes,… bebéis vino en copas, os
ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del desastre de José...». Esta
descripción de un vivir opulento que hoy hemos oído a través de la voz del profeta
Amós, podría parecer que no se refería a la situación política de su tiempo
(aproximadamente VIII siglos antes de Cristo), cuando Israel se escindía en dos
naciones, sino a nuestro tiempo cuando sabemos que los ricos lo son cada vez más a
cuenta de otros que se van empobreciendo más y más. Parece que no tengan ni un
pequeño atisbo de mirada de misericordia hacia los desahuciados de todo tipo, por
ejemplo, sino que su glotonería de acumular bienes y más bienes hace que vivir sea,
cada día, más pesado para los más pobres. Pienso que, hoy, desgraciadamente, todo
esto es demasiado real.
El evangelio de este domingo nos recuerda unas actitudes de fondo que debemos
tener presentes en nuestro vivir. Si nos acercamos a los dos personajes para
identificarnos con ellos, seguramente que ninguno de nosotros se quiere identificar con
el hombre rico. Sin embargo, ¿podemos decir que tenemos derecho a identificarnos
con Lázaro? ¿Tan mal vivimos? En nuestro interior, ¿qué deseamos? No se trata de
que lo tengamos, sino ¿dónde ponemos nuestra mirada, nuestro corazón, nuestro
deseo? El rico, ocupado en sí mismo, era incapaz de darse cuenta de que junto al
portal de su casa, echado por tierra, humillado por la situación, estaba Lázaro pasando
hambre, con su realidad herida, sólo los perros eran capaces de acercarse a él y
lamerle sus úlceras, le chupaban la sangre, como escribe un comentarista. Es verdad
que el portal impedía al rico ver a Lázaro, pero sin embargo nunca abrió para ver quién
había más allá de su portal.
Estas diferencias se acabaron con la muerte. La situación cambió porque a Lázaro lo
llevaron al seno de Abrahán, y el rico fue al país de los muertos, «en medio de los
tormentos». Y ahora sí que el rico supo ver a Lázaro. Y ¿qué quiere el rico? En la
parábola hace tres peticiones. La primera. Pide que el que era pobre le ayude a que su
nueva vida le sea más "confortable". Fijémonos en la parábola: pide «Padre Abrahán,
ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me
refresque la lengua, porque me torturan estas llamas...». Continúa centrado en sí
mismo, pero ahora la situación se ha hecho irreversible, hay «un abismo inmenso»
que lo impide.
La segunda petición. Ya no pide por él mismo sino por sus cinco hermanos que viven
con su mismo estilo de vida. Y que Lázaro continúe sirviéndole: «te ruego, entonces,
padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre porque tengo cinco hermanos, para
que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento». La
respuesta nos hace ver que no es el miedo lo que debe hacer cambiar las actitudes,
sino la integridad en unas convicciones, de ahí que responda «Tienen a Moisés y a los
profetas; que los escuchen». A través de Moisés debemos entender todo aquel cuerpo
legislativo que encontramos en los primeros libros de la Biblia en el que se van dando
criterios de comportamiento y de atención a los demás; si nos fijamos en los diez
mandamientos, por ejemplo, podemos ver cómo nos muestran la necesidad de un
respeto profundo hacia los demás. Los profetas siempre han sido aquellos que en
nombre de Dios reclaman reencontrar el camino de la justicia, el camino de la
conversión. El profeta Amós (Am 2,6-8) y el profeta Miqueas (Mi 3,1-3) piden que sea
atendido el pobre y que sepamos compartir los bienes. El mismo rico de la parábola de
hoy se da cuenta de que sus hermanos harán como él; serán incapaces de escuchar
porque sólo están llenos de sí mismos. Muy a menudo la acumulación de riqueza sólo
lleva a la obsesión por hacerla crecer más, de tener más y más y de ir acumulando sin
cesar. Basta con leer los periódicos, escuchar la radio y ver la TV para darnos cuenta
cómo este fenómeno una y otra vez se repite. De vez en cuando nos van diciendo
cómo crecen las fortunas personales ¡hasta hacer un ranking! Toda una muestra de
ostentación, y los hay que se enfadan si les han colocado en una posición más abajo
de la que creían. Ahora bien, esto que lo decimos de los más potentados a veces pasa
entre familias y amigos: competimos para ver quién tiene más. ¡Cuántas envidias
provoca!
La última petición. Que pase algo extraordinario: el rico pide «si un muerto va a verlos,
se arrepentirán». La respuesta de Abraham insiste en ser coherente con una vida
íntegra que ha aprendido en la escucha, y por tanto, en la interiorización de la palabra
de Dios y en la escucha de las voces proféticas. A veces podemos pensar que algo
extraordinario cambiará el interior del hombre, pero cuando las actitudes del corazón
son las mismas, no cambian, todo vuelve a ser ordinario, aquello que aporta de nuevo
lo extraordinario se desvanece rápidamente. La construcción interior es una tarea de
cada día, la conversión es un trabajo diario.
La parábola nos puede servir para revisar nuestras actitudes y hacernos abrir los ojos
a la presencia del Lázaro que está en nuestra puerta. ¿Qué le podremos contestar a
Dios cuando nos pregunte qué hicimos de este pobre?