Ciclo C: XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes.
Doy gracias a Cristo Jesús … que me hizo capaz, … yo el primero de los pecadores
(1 Tim 1, 12. 15)
Dice san Vicente de Paúl que Dios se sirve incluso de nuestros pecados para
justificarnos, para que seamos penitentes y humildes (XI, 277). No sin razón se
recita al final de una oración breve de acción de gracias: «Gracias aun por el
pecado que nos descubre tu infinita misericordia».
La acción de gracias no es, por supuesto, del que tergiversa como permisividad lo
dicho arriba o la enseñanza paulina de que sobreabunda la gracia allí donde abunda
el pecado (Rom 5, 20; 6, 1-2).
No da gracias—o si las da, lo hace para que lo vean la gente y con cierto cinismo—
quien, teniéndose por justo, se siente seguro de sí mismo y desprecia a los demás.
No las da tampoco el que, convencido de ser hijo natural, no un perro, se hace
ilusiones de que tiene derecho al pan que su padre le da por obligación paterna.
La actitud de gratitud es propia solo de quienes sencilla, humilde y
verdaderamente—no como un mero modo de hablar o un género literario (Papa
Francisco)—se confiesan pecadores, pobres, enfermos, a quienes el Dios compasivo
mira y elige. Éstos jamás se consideran merecedores del favor concedido. No
pretenden reclamar para sí mismos solo lo que les corresponde.
No extraña, pues, que no vuelvan para dar gloria a Dios los nueve. Les basta con
cumplir con las prescripciones mosáicas sobre la lepra. Además, creen, siendo no
extranjeros, que se merecen toda bendición que reparta un semejante. Los
conciudadanos del Sanador toman por sentado el remedio recibido.
El samaritano, en cambio, fijándose de que está curado, se vuelve alabando a Dios
a grandes gritos y se echa por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Cree más
en él que en una obra requerida por la ley. Como sabe que los judíos no se tratan
con los samaritanos, el extranjero quizás se sorprende sobremanera, como aquella
mujer que le dice a Jesús: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que
soy samaritana?». El marginado por dos razones, samaritano y leproso, no puede
menos que agradecerle al judío que se porta como prójimo de un forastero
necesitado.
Rompen esquemas Jesús y el samaritano; el más grande de todos es servidor y el
último de los diez se convierte en el primero. Ambos cuestionan los estereotipos,
de los cuales nos servimos los pecadores. Nuestro misericordioso Salvador nos
quiere sanados de nuestros prejuicios que conducen a la desigualdad y a la
enemistad.
A nosotros se nos pide, sí, salirnos de lo estructurado, ir más allá de los límites de
los criterios convencionales. Para que nos convirtamos y aprendamos a dar
gracias, al igual que Naamán, no vamos a imaginarnos, como por costumbre,
grandes personajes dignos de recepciones grandiosas y de baños amenos, ni
seguiremos creyendo que el secreto está en el regalo.
También emendaremos nuestro modo de pensar para que en él quepa no solo la
lógica doctrina segura: «Si lo negamos, también él nos negará», sino también la
ilógica: «Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí
mismo». La misericordia divina ilógica nos da a los pecadores más razón para dar
gracias, ser eucarísticos, y acabar con la acepción de personas.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)