MISA DOMINICAL…
DOMINGO TERCERO DEL TIEMPO ORDINARIO
(Ciclo C)
La Beata María Gabriela Sagheddu nació en un pueblecito de la cerdeña
italiana en 1914. Tuvo un encuentro decisivo con el Señor a los dieciocho años, y a
partir de entonces trabajó activamente en la Acción Católica. A los 21 años se
consagró a Dios en el monasterio cisterciense de Grottaferrata, en las cercanías de
Roma. Sin estudios ni conocimientos especiales sobre ecumenismo, sintió un
llamamiento particular a orar por la unidad de los cristianos, y por esta intención
ofreció su vida, que pasó en silencio, humildad y sacrificio siguiendo la regla del
Císter. En febrero de 1938 cayó enferma de gravedad, y el 23 de abril de 1939
falleció a la edad de 24 años. Su ofrenda había llegado a conocimiento de los
hermanos anglicanos, antes de que se consumara, y también hizo mucho bien entre
hermanos de otras confesiones cristianas.
Cada año del 18 al 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo, la Iglesia
dedica ocho días a pedir especialmente para que todos aquellos que creen en
Jesucristo lleguen a formar parte de la única Iglesia fundada por Él. También
nosotros por esta intención podemos ofrecer el sacrificio, la enfermedad, el dolor, el
sufrimiento, nuestras oraciones.
En el capítulo cuarto de la Novo millennio ineunte, el Papa Juan Pablo II afirma:
La triste herencia del pasado nos afecta todavía al cruzar el umbral del
nuevo milenio. La celebración jubilar ha incluido algún signo verdaderamente
profético y conmovedor, pero queda aún mucho camino por hacer.
En realidad, al hacernos poner la mirada en Cristo, el Gran Jubileo ha
hecho tomar una conciencia más viva de la Iglesia como misterio de unidad.
“Creo en la Iglesia, que es una”: esto que manifestamos en la profesión de fe
tiene su fundamento último en Cristo, en el cual la Iglesia no está dividida
(Col 1,11-13) [...] La oración de Jesús en el cenáculo -“como Tú, Padre, en
Mí y Yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros” (Jn 17,21)- es a la
vez revelación e invocación. Nos revela la unidad de Cristo con el Padre como
el lugar de donde nace la unidad de la Iglesia y como don perenne que, en
Él, recibirá misteriosamente hasta el fin de los tiempos.
[...] En esta perspectiva de renovado camino postjubilar, miro con gran
esperanza a las Iglesias de Oriente, deseando que se recupere plenamente
ese intercambio de dones que ha enriquecido a la Iglesia del primer milenio.
[...] Con análogo esmero se ha de cultivar el diálogo ecuménico con los
hermanos y hermanas de la Comunión anglicana y de las Comunidades
eclesiales nacidas de la Reforma.
[...] Entre tanto, continuemos con confianza en el camino, anhelando el
momento en que, con todos los discípulos de Cristo, sin excepción, podamos
cantar juntos con voz clara: “Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los
hermanos unidos” (Sal 133,1) 1 .
San Pablo recordaba a los primeros cristianos de Éfeso que habían de proclamar
la verdad con caridad: veritatem facientes in caritate (4,15). Y eso debemos hacer
nosotros: con aquellos que ya están cerca de la plena comunión de la fe y con
quienes apenas tienen ningún sentimiento religioso. Y siempre seguir aquel sabio
consejo de San Juan de la Cruz: No piense otra cosa -exhortaba el Santo a una
persona que le pedía luz en medio de tribulaciones y dificultades- sino que todo lo
ordena Dios; y a donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor 2 .
El evangelio que acabamos de proclamar nos trae como recuerdo fresco la
hermosura del acontecimiento jubilar que hemos vivido.
Una vez, en Nazaret, Cristo dijo de sí mismo, como hemos escuchadlo en el
evangelio de hoy: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para
anunciar a los pobres la buena nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los
cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un
año de gracia del Señor... Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy
(Lc 4,18-19.21). Este hoy perdura incesantemente desde le día en que el Hijo de
Dios vino a la tierra.
A lo largo de todo este siglo difícil, de muerte, de persecución, de Nagasaki, de
campos de exterminio, de nazismo, de guerras... vuelve a resonar con fuerza esta
palabra: “hoy”. Porque es el Señor el único que ante tanto sufrimiento, ante tanta
muerte, ante tanto odio entre los hombres, puede cambiar los corazones. Después
de su muerte y su resurrección todo cambia.
Es necesario que seamos particularmente conscientes de esta verdad con la que
Lucas, casi desde el principio, en el capítulo 4, inicia esta intervención del Señor.
Este “hoy” de Cristo debe continuar en los siglos futuros. Y nosotros debemos
llevarlo a nuestra vida de una forma clara; no solamente a través de una creencia,
de una teología que reafirmamos al recitar el Credo o que recoge el Catecismo. No
es suficiente eso; es preciso imitar al Señor, que entra en la sinagoga y sin miedos
proclama la Palabra. Dice la verdad, que muchos no querrán oír. ¿No es éste el hijo
de José y de María...?
Hemos de imitar a Jesús en su actitud misericordiosa. Porque este es su
programa, como lo serán las Bienaventuranzas: la entrega a los más necesitados.
En muchas ocasiones esto nos llevará a dar consuelo y compañía a los que se
encuentran solos, a los enfermos, a quienes sufren una pobreza difícil. Haremos
nuestro su dolor y les ayudaremos a santificarse mientras nos santificamos
nosotros. Así estaremos renovando ese año de gracia en nosotros. Es necesario
1 JUAN PABLO II, Novo millennio ineunte nº 48 (Vaticano, 6 de enero de 2001).
2 SAN JUAN DE LA CRUZ, A la Madre María de la Encarnación, 6 de julio de 1591.
enfrentarnos a nuestras propias faltas. Dice San Juan Crisóstomo que el pecado
produce una dura tiranía interior, que nos lleva a sufrir y a romper nuestra amistad
con el Señor. Por eso, en primer lugar, la vida de gracia, la intimidad con Cristo. Y
desde ahí podremos cambiar el corazón de los hermanos y el nuestro propio, para
vivir esta unidad entre todos los cristianos. Porque antes habremos roto con lo que
nos separa de Cristo.
Cuánto podemos confortar a personas que lo necesitan con un rato de compañía,
buscando el encuentro con el que lo necesita; quizá con espíritu de sacrificio, a la
salida del trabajo, cuando ya nos apetece llegar a casa y descansar, o aprovechar el
fin de semana. Cuánto puede ayudar una conversación sencilla y amable, bien
preparada; también con tinte sobrenatural. Porque si no hablamos nosotros de Dios
a los demás ¿quién les va a hablar? Tenemos obligación de llevar la Palabra de Dios
a los hermanos.
Enfermos, ancianos que dudan, gente que lo pasa mal... Hemos de prestar
alguno de estos servicios por amor a Cristo.
Cada día tenemos que pedir al Señor un corazón misericordioso para todos, pues
en la medida en que esta sociedad se deshumaniza y quiere marcarlo todo por
caminos de muerte, nosotros, desde Cristo, tenemos que hablar de la vida que no
pasa, y romper la dureza de tanto corazón insensible. La justicia es virtud
fundamental; pero la justicia sola no basta. Es necesaria, además, la caridad que
todo lo preside. Aconseja San Bernardo:
Aunque vierais algo malo, no juzguéis al instante a vuestro prójimo, sino
más bien excusadle en vuestro interior. Excusad la intención si no podéis
excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por ignorancia. o por sorpresa,
o por desgracia. Si la cosa es tan clara que no podéis dismularla, aun
entonces creedlo así. Y decid para vuestros adentros: la tentación habrá sido
muy fuerte 3 .
Hemos de recordar con frecuencia cómo el Señor repite: Hoy se cumple esta
Escritura que acabáis de oír. Y nos pide que vivamos hoy el amor a los demás, la
entrega, la constancia, el sufrimiento... a través de nuestra vida en Cristo.
Que lo alcancemos por mediación de María Santísima, la Reina de la unidad, la
Reina de la misericordia. Que nos dé un corazón capaz de buscar única y
exclusivamente la vida en Cristo para darnos a los hombres desde Él.
Padre Jorge López Teulón
3 SAN BERNARDO, Sermón sobre el Cantar de los Cantares, 40.