Ciclo C: XXIX Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes.
Lo único que cuenta es la fe activa en la práctica de amor (Gal 5, 6)
Después de afirmar que la fe más pequeña está increiblemente a la altura del reto
más grande y que la fe salva, Jesús se pregunta ahora si, cuando vuelva,
encontrará fe en la tierra. Así indica él que a los que seguimos esperando su
gloriosa venida nos es absolutamente necesaria la fe, la que se expresa en la
oración y se fortalece por ella.
La fe quiere decir esencialmente entregarnos a Dios, fiándonos de él por completo,
no de nosotros mismos, no de nuestras habilidades y posesiones, no de nuestra
supuesta justicia, pues, solo él justifica. Es escoger lo mejor: el refugiarse en el
Señor más que en los hombres, los magnates (Sal 118, 89), los ricos y los
poderosos, a cuyo estilo de vida quizás pretendamos.
Vistos desde la fe, los gozos, las luces y los dolores que vivimos, mientras
buscamos la ciudad permanente, nos sirven de prenda de la venidera participación
en la gloria del Resucitado. Al respecto, a san Vicente de Paúl le recordaban las
adversidades la pasión de Jesús antes de entrar en su gloria; pero también la
suavidad de san Francisco de Sales, por ejemplo, le hizo proclamar: «¡Dios mío,
Dios mío! ¡Cuánta tiene que ser tu suavidad, si fue tan grande la de tu siervo
Francisco de Sales!» (X, 92; XI, 755).
Pero en momentos difíciles especialmente, sí, por la fe viven seguros en la
esperanza y constantes en el amor los creyentes en el enviado por el amor de Dios
para vencer al mundo y para hacerles capaces de ser más que vencedores (Jn 16,
33; Rom 8, 37). Los que aún pasan pruebas y tribulaciones oran siempre sin
desanimarse, convencidos, por su fe, de que Dios sin tardar les hará justicia a sus
elegidos que le gritan día y noche. Contemplándolo, los afligidos quedarán
radiantes y su rostro no se sonrojará (Sal 34, 6-7); los humildes que buscan a Dios,
el cual escucha a sus pobres, cobran ánimo (Sal 69, 33-34).
Por eso, dice acertadamente san Vicente: «Dadme un hombre de oración y será
capaz de todo; podrá decir con el santo apóstol: “Puedo todas las cosas en Aquél
que me sostiene y me conforta”» (XI, 778), en quien tengo puesta la fe, por
parafrasear el texto paulino. Pero, claro, la oración se lleva a cabo no solo en las
capillas y las iglesias, sino también en las salas de recepción donde se les acoge a
los pobres, en las casas de los enfermos, en las calles por donde vagan los sin
techo.
Es decir, hay interacción entre la contemplación y la acción. Ambas nos llevarán a
esforzarnos por evangelizar—de manera ingeniosa y colaborativa parecida a la de
Moisés, Aarón y Jur, a tiempo y a destiempo—a los pobres, cuidándolos,
aliviándolos, remediando sus necesidades tanto espirituales como temporales,
asistiéndoles y haciendo que sean asistidos de todas las maneras, por nosotros y
por los demás (XI, 393). Eso es imitar a Jesus, el iniciador y el consumador de la
fe, quien, entregando su cuerpo y derramando su sangre para el perdón de los
pecados, ora: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)