XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C .
INTERCESORES
Padre Pedrojosé Ynaraja
El Éxodo, la huida del pueblo escogido del Egipto opresor, para alcanzar el gozo de
la Tierra Prometida, no fue cosa fácil, ni de corta duración. Los israelitas eran
beduinos por tradición, pese a que en el país de los faraones se ocuparan primero
de laborar los campos, sufriendo más tarde esclavitud y debiendo ocuparse de
fabricar adobes, en difíciles condiciones sociales. Recuperaron en la libertad su
condición pastoril. No debéis imaginarlos, mis queridos jóvenes lectores, como
caminantes de diarios recorridos. Trasportan consigo pieles y tejidos resistentes,
que sustentarán a base de troncos y estacas. No pueden olvidar cereales para su
alimentación, vestidos y ciertas herramientas, amén de cuerdas y algún arma
defensiva y ofensiva. Caminan lo que sea necesario, hasta encontrar algún lugar
donde un oasis o un pozo les permita saciar su sed y la del ganado y con
vegetación que alimente a los animales. En palabras de hoy, los beduinos son
okupas del desierto. Y como a los de ahora, a nadie de vida reposada, acomodada y
segura, les hace gracia tenerlos por vecinos.
Llegan al sitio que les apetece, levantan sus jaimas, encienden fuego, sacan agua,
el jeque manda a los zagales a que vigilen al ganado. Sacrifican algunos animales
de los que casi todo lo aprovechan. Comerciarán con las pieles y grasas. Con los
huesos limpios y los cuernos y con el pelo, sea en bruto o ya tejido en duras
alfombras o para techumbres. Es un negocio primitivo, del trueque de todo esto por
utensilios de cerámica o alimentos, principalmente cereales que recibirán de los
habitantes de ciudadanos estables, generalmente agricultores.
Para las tribus sedentarias resultan indispensables, pero también incómodos
vecinos. Temen siempre que se queden o que les ataquen. No olvidéis, mis
queridos jóvenes lectores, el episodio de los hijos de Jacob en Siquem, para que
comprendáis lo que suponía la llegada de tales extranjeros a un lugar aposentado y
tranquilo (Ge 34). Extranjeros en este caso y pese a ser hijos de Patriarca, de una
gran ferocidad y espíritu justiciero y vengativo.
En una situación semejante a la que he ido describiendo, se encuentra el Pueblo
escogido. Me ha gustado imaginar la escena durante una ocasión en que pude
seguir la misma ruta de la que implícitamente se habla en la lectura de este
domingo. No os imaginéis un desierto exclusivamente de arena y suaves dunas. A
ambos lados del camino, se elevan escarpadas montañas, donde yo quería imaginar
a Moisés rezando, mientras el militar Josué luchaba.
La acción guerrera del soldado, era apoyada por la “artillería” de la intercesión del
místico. Los brazos elevados, que la oración no siempre son palabras y cualquier
gesto expresivo nacido del corazón esperanzado lo puede ser, aseguraban el final
feliz, como así ocurrió.
A Dios rogando y con el mazo dando, dice el proverbio. Pero no hay que olvidar la
necesidad de la oración, que es requisito importante. Y que como labor de artesano
espiritual, debe ser minuciosa, lenta, tal vez contemplativa y reiterada cuanto sea
preciso.
No debe uno cansarse de rezar. Hay que ser pedigüeño impertinente, sin perder la
Esperanza. Sin exigencias, siempre desde la humildad. Como el niño que desde su
pequeñez le pide a su madre lo que más ansía.
Os confieso, mis queridos jóvenes lectores, que me considero un hombre activo.
Pero sé que es imprescindible la oración. La mía y la de los que me quieren. No
hace mucho, pasé por un mal trance. Hablé, discutí, escribí, traté de que se
aceptaran mis razones muy razonables, pero, además de esto, solicité la oración de
personas que me conocen, me quieren y les merezco confianza. Podían ser
contemplativos o sencillos enfermos del Cottolengo. Un día, en un momento álgido
de la prueba, les dije a mis interlocutores, gente de misa: ahora mismo, los del
Cottolengo a los que esta mañana he celebrado misa, están rezando para que Dios
me ayude. Aquello fue como sentirse acompañado de toda una División de ejército.
Así me sentí y así lo estaba. Al día siguiente, lo primero que me preguntaron, fue si
me había ido bien. Claro que sí, ¿no rezasteis por mí a las seis de la tarde? Les dije.
Sí, Padre, dejamos lo que hacíamos para pedir a Dios por usted. Con una milicia
así, puede uno sentirse escuchado y protegido.
La parábola del evangelio de hoy, refiere un episodio imaginado, cuya enseñanza,
creo, es la misma que lo que yo os he confiado.