El que tenga cola de zacate, que no se acerque a la lumbre
Domingo 33 ordinario 2013, 17 de noviembre
Un año más de vida es un año en que nos acercamos al corazón de nuestro
Dios, pues hemos corrido la aventura de la fe y hemos gozado de la
predilección del Señor que ha caminado con nosotros sin despegarse un solo
instante. Y vuelven los miedos intelectuales del fin del mundo y de la
destrucción del templo de Jerusalén. Para los judíos, el templo era la máxima
confianza de que Dios permanecería siempre al frente de su pueblo, pero lo
que ellos no imaginaban era que la salvación para la humanidad no podría
estar confinada a los muros de un templo por muy antiguo y majestuoso que
pareciera. Por eso les causa tanta inquietud a las gentes cuando Cristo se toma
la libertad de anunciarles que de aquella construcción de la que tanto se
galardonaban, no quedaría piedra sobre piedra. De eso a la pregunta sobre el
fin del mundo ya no habría sino un solo paso, y Cristo en este sentido quiso ser
voluntariamente hermético: “eso no lo sé yo, sólo mi Padre”. Pero somos tan
vanidosos que nosotros sí nos damos el lujo de pronosticar cuándo será ese fin
del mundo que angustia a las gentes. Es muy común que algunas gentes
toquen a la puerta de los católicos, anunciado con bombo y platillo el fin del
mundo conocido, aunque ni ellos mismos se lo crean, pues de otra manera
estarían preparando el encuentro definitivo con el Señor. El verdadero
cristiano no se angustia por el final, porque sabe que su vida transcurre en la
presencia del Señor, que va guiando sus pasos, sin menguar la libertad que el
mismo Dios nos ha concedido, de manera que en muchas ocasiones, yo mejor
diría que siempre, el cristiano tiene que navegar a la aventura, valiéndose de
sus propios medios, pues para eso nos dio el Señor la inteligencia y la
voluntad, consagró nuestra libertad, y nos dio como sobreabundancia de su
amor, la presencia del Espíritu Santo, pero no para brindar una protección que
nos haría ser como marionetas dirigidas por hilos invisibles. Esa sería una muy
pobre protección del Dios de los cielos, que en cambio nos ha dado a su Hijo
Jesucristo, el que manejó también su vida en medio de una profunda libertad
para poder obrar la salvación de todos los hombres con esa entrega netamente
voluntaria de su vida en lo alto de la cruz.
Pero si podemos estar seguros de la protección del Señor nuestro Dios,
entonces la actitud del cristiano tiene que ser un compromiso fuerte, eficaz e
inteligente para dejar huella de su paso por este mundo. El verdadero
cristiano no puede ser un “zacatón”, alguien que huya de sus
responsabilidades terrenas. Eso iría contra toda lógica cristiana, pues Cristo
vivió entregado a aquellos a los que él había sido enviado. De la misma
manera el creyente no puede poner de pretexto que va de camino, que va
rumbo al cielo, y que por lo tanto, los asuntos de los hombres lo tienen sin
cuidado. Eso dejaría a los creyentes fuera de la jugada, y entonces sí serían
apátridas, gente sin arraigo, sin principio ni final, algo sin nombre. El
verdadero cristiano tiene que estar vivamente comprometido con los destinos
de los hombres y apelo a las muchas páginas del Concilio Vaticano II, y en ésta
ocasión, a esa palabra fuerte a todas luces de San Pablo: “El que no quiera
trabajar que no coma, pues he sabido que algunos de ustedes viven como
holgazanes, sin hacer nada y además entrometiéndose en todo.
Tenemos que volver al mensaje de Cristo, que si bien habla de persecuciones y
desdichas por su causa y por el Evangelio, también habla de una recompensa
grande y de una seguridad sin límites, pues “si se mantienen fieles,
conseguirán la vida, pues ni un cabello de su cabeza perecerá”,
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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