XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C .
ACTITUD RELIGIOSA, POSTURA ESPIRITUAL
Padre Pedrojosé Ynaraja
Cuando repasaba el primer párrafo del texto de San Pablo, que se nos ofrece en la
segunda lectura de la misa de este domingo, mis queridos jóvenes lectores,
recordaba “El profeta”, aquel bello libro de Khalil Gibran, que, en tiempos no muy
lejanos era conocido por toda la juventud inquieta y dotada de sensibilidad. Estoy
seguro de que el autor conocía los escritos de San Pablo, dado los estrechos
contactos que tuvo con el mundo cristiano. También él se imagina a punto de tomar
el barco y, antes de partir, con cariño y emoción responde a los requerimientos de
los que han sido sus amigos y discípulos. Vuelvo ahora al fragmento revelado. El
Apóstol confía al discípulo su estado de ánimo. Es impresionante su sinceridad y
serenidad. De San Pablo se escriben muchos estudios, a cual más sesudo y
profundo, pero a mí, lo que me gusta, es observar que Dios, que le ha inspirado
para que escriba a su manera, verdades de salvación eterna, le ha permitido que se
muestre comunicativo y hasta detallista. Se preocupa de una prenda de vestir que
dejó olvidada y de unos libros, detallando que algunos son de pergamino. Se refiere
en diversos lugares a gente que le ha ayudado, en otros a quien le olvido y dejó
desamparado. Estos párrafos carentes de contenido dogmático, confidenciales y
sinceros, me emocionan. Pienso que el Señor quiere que seamos amigos y
confidentes de quienes con nosotros colaboran, que no vivamos solitarios e
incomunicados en una isla transparente. A lo mejor también esto es doctrina
revelada. La Biblia es tan divina como humana y nunca es la transcripción de una
secretaria, del dictado literal del ejecutivo. Hoy quería detenerme y desear que
observarais su actitud ante la muerte. Yo admiro la serenidad con que la vive y se
expresa. Me pregunto y os pregunto ¿tenemos una postura espiritual de tal
calibre?. Personalmente, consigo paz, pensando en que tantos millones de veces le
he repetido en mi oración a Santa María: ruega por nosotros pecadores… y en la
hora de nuestra muerte.
El texto evangélico también se refiere a la actitud profunda del espíritu. Cada uno
es cada uno y tiene sus cadaunadas, os acordaréis que os digo con frecuencia, pero
no se puede ignorar que lo exterior es generalmente una manifestación de lo más
recóndito del corazón. Detectables sus profundas bodegas casi siempre, por más
que quiera uno maquillar sus modales y lenguaje exteriores.
Acertadamente escoge el Maestro como protagonistas a dos hombres que han
elegido sus modos de vida. No son pastores o labradores, que uno pudiera pensar
que lo son por herencia familiar. Son lo que son porque lo han querido así. Uno de
ellos fariseo. Hombre por tanto culto y de buena posición social. Inclinado a
criterios religiosos radicales, minucioso en todos los preceptos que dicta la Ley. No
un cualquiera, se trata de un hombre respetable y que se lo sabe bien. Un perfecto
burgués. La profesión del otro no le daba prestigio. Cobraba impuestos, cosa muy
digna, pero no en beneficio de su comunidad, sino a favor de las fuerzas militares
que ocupaban su país y, a la larga, del imperio opresor de la ciudad de Roma.
Tenían fama, mala fama, de quedarse con beneficios no pactados. El pueblo los
tenía por traidores y defraudadores. Y, ya se sabe, cuando el río suena, agua lleva.
Os lo he explicado otras veces, mis queridos jóvenes lectores, pero no me importa
repetirlo. Lo que llamamos el Templo era, en primer lugar, una enorme explanada,
más o menos rectangular, de unos 475 x 300 metros (expresamente he querido
simplificar las medidas). Era espacio de encuentro, de cruce de viandantes, de
rabinos que enseñaban, de cambistas de monedas extranjeras, de venta de ganado
destinado a los sacrificios y de otras ocupaciones. Dado que cualquier persona
podía permanecer allí, recibía el nombre de atrio de los gentiles. Un enorme patio
con sus soportales, apto para todo y para todos.
Una balaustrada circundaba el complejo de edificaciones centrales que llamamos
santuario. Unas inscripciones escritas en lápidas, en latín y griego, decían: Ningún
gentil puede pasar más allá del muro que divide el patio alrededor del Lugar
Santísimo: si es sorprendido, será responsable de su subsiguiente muerte. Hombres
y mujeres judíos, penetraban libremente en un primer ámbito que ya se
consideraba sagrado. Varias escenas evangélicas se refieren a este sitio. Una
puerta comunicaba el lugar con un segundo, exclusivo este de varones laicos,
levitas o sacerdotes. En su centro a su vez, se elevaba el edificio que albergaba el
lugar llamado Santo y el adosado Santo de los Santos. Penetrar en él era labor y
privilegio sacerdotal y en la parte situada en lo más interior, propio del Sumo
sacerdote. Seguramente, pues, la escena se la imaginarían los oyentes del Maestro,
en el segundo espacio. Los dos eran varones y judíos, no había inconveniente de
que permanecieran allí.
Se acercó orgulloso el fariseo al edificio Santo, se quedó alejado el indeseable
marginado. Uno se sentía interiormente satisfecho y orgulloso de sí mismo, no
carecía de autoestima, como hoy se dice. Pensaba y repensaba, reconociendo sus
valores personales y sus ejemplares acciones de hombre bien considerado.
El otro era incapaz de pensar en él, de hablarle al Altísimo de sus méritos. Solo a
Él tenía presente y a Él se dirigía con humildad.
El fariseo salió empobrecido, en situación de quiebra fraudulenta. El publicano
marchó en paz consigo mismo y aceptado por el Señor, sus valores en bolsa
espiritual subieron aquel día.
Obras son amores y no buenas razones, dice el refrán. Pero no exageremos. Lo
que importa es la postura espiritual y, si es correcta, dará sus frutos, requiriendo
felizmente mostrar generosidad. Quien a Dios se acerca con exigencias, es
rehusado de inmediato. La oración es reconocimiento de la supremacía de Dios,
arrepentimiento por la minusvalía propia, consecuencia del propio pecado, visión
auténtica de uno mismo en consecuencia, agradecimiento por los favores recibidos
y, desde esta actitud, petición humilde, solicitud esperanzada y segura. O hasta ni
siquiera petición. Recuerdo una anécdota que refería el libro de lectura de mi época
de alumno de los maristas de Burgos. Decía así: un hombre de conducta buena no
sabía rezar, pero entraba en la iglesia, miraba y solo decía: Señor, aquí está Juan.
Eso uno y otro día. Murió y llamo a la puerta de la eternidad, desde dentro
preguntaron: ¿Quién es? Y él dijo: aquí está Juan. De inmediato escuchó una voz
afable que le decía: pues entra amigo y, de inmediato, recibió un abrazo.