XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Domingo
Lecturas bíblicas
a.- Eclo. 35, 15-17. 20-22: Los gritos del pobre atraviesan las nubes.
El tema central de las lecturas bíblicas, nos presenta a Yahvé como un Juez íntegro,
un Dios justo, que no hace acepción de personas: escucha la oración del pobre, del
oprimido, del huérfano, de la viuda, cuando elevaban su plegaria al cielo. Se trata
de exaltar el poder de la oración del humilde ante Dios. Lo mismo quien acompaña
el servicio litúrgico, con ofrendas en el templo, con buenas disposiciones interiores,
sabe que sus plegarias serán atendidas por Dios. Aquí vemos la eficacia de la
oración de los humildes, y si la acompaña la perseverancia, vemos que se
convierten en las condiciones básicas para alcanzar las gracias necesarias. Dios es
siempre Juez justo e imparcial, si es parcial está siempre de parte de los débiles e
indefensos; precisamente su parcialidad es manifestación de su suprema justicia,
ejercicio de su actividad salvífica. Una continuación de cuanto decimos, lo
encontraremos en Jesús de Nazaret y su opción por los pobres.
b.- 2 Tim. 4,6-8. 16-18: Ahora me aguarda la corona merecida.
El apóstol prácticamente se despide de Timoteo, está a punto de ser martirizado,
derramado cual libación, pero ha llegado a la meta, el final de su vida, con la fe que
un día le comunicó Cristo Jesús y lo constituyó el apóstol de los gentiles. Pablo
expone su vida a Timoteo para exhortarlo a cumplir con sus responsabilidades,
porque él ya no tiene más tiempo para tener ministerio en Éfeso y así poder
apoyarlo y orientarlo en los problemas que se le puedan presentar. Timoteo y otros
tendrán que reemplazar a Pablo en el ministerio; el ejemplo de Pablo debe motivar
su vida, finalmente la corona de gloria que Pablo espera recibir, debe crear la
misma esperanza en Timoteo, si es un digno ministro del Señor. Con diversa
imágenes sintetiza su vida, su ministerio y su futura muerte: la compara a una
libación, derramar su vida en sacrificio agradable a Dios, como en los sacrificios de
judíos y paganos que le derramaba aceite, vino o agua sobre las víctimas (cfr. Flp.
2,17; Rm.15,16; Nm.15,5,7.10; 28,7; Ex.29,40; Sal.16,4). La actitud de Pablo de
Pablo se cimienta en su fidelidad a su ministerio: ha combatido, como en una
competencia deportiva, no dice que ha luchado bien, sino que esta competencia es
noble, porque el ministerio cristiano, es bueno y noble, por su propia naturaleza.
Hace mención de una nueva comparecencia ante las autoridades ante los
tribunales, pero absolutamente sólo tuvo la oportunidad, para proclamar su fe ante
los gentiles. Se libró de la boca del león (cfr. Sal.22, 22). Ahora espera ser partícipe
del reino celestial. Toda una invitación a la perseverancia en la oración y trabajo
apostólico.
c.- Lc. 18,9-14: El publicano bajó a su casa justificando, el fariseo no.
El evangelista, al referirse a algunos que confían demasiado en sí mismos, está
retratando a los fariseos, y a los que en la Iglesia pasan a Dios la cuenta de sus
méritos en el cumplimiento de la ley ante Dios, las buenas obras que han hecho y
los propios derechos frente a Dios. El fariseo sabe de la importancia de la oración y
la hace, pero, es un diálogo vacío, primero porque habla consigo mismo, no busca a
Dios, busca su grandeza personal, se contenta con su propia medida de perfección.
El fariseo tiene asegurada la entrada en el reino de Dios, todo cimentado en el
propio rendimiento. Desprecia a todos aquellos, que no poseen esos méritos, no
conocen la ley ni su interpretación, como el pueblo (cfr. Jn.7, 49). Su propia justicia
lo mide todo, eleva y abaja, desprecia y alaba; la condena a los demás es condena
propia (cfr. Jn. 6,37). El fariseo y el publicano suben al templo con un mismo fin:
orar y ser justificados, perdonados, para el Juicio de Dios. Ambos oran en voz baja,
en su interior, están delante de Dios que todo lo sabe (cfr, 1Sam. 1,13; Mt. 6,8). El
fariseo ora de pie, su oración es de acción de gracias y alabanza (cfr. Mc.11, 25).
En su oración, se percibe su confianza en su propia justicia y su desprecio por los
otros; sin embargo, hace todo según la interpretación que ellos le daban a la ley
(vv.11-12; Lev.16, 29; Mt. 23, 23; Dt.12, 17; Sal. 17,2-5). Pronto Dios, pasa a
segundo plano, en la oración del fariseo, para dar paso a su yo, que lo tiene por
justo y desprecia al prójimo. Como el fariseo, también el publicano, es un ser
apartado de los demás; segregado y repudiado, como pecador rechazado por los
buenos por ello se queda atrás, no merece estar entre personas religiosas. No
levanta la mirada, tiene conciencia de no ser santo, por ello, no podría soportar la
mirada de Dios; se golpea el pecho, sede de su conciencia, arrepentido de su culpa.
Su oración es concisa, breve pero profunda, la confesión de un pecador (v.13; cfr.
Sal. 51,3). Si había robado, debía devolver buena parte de lo mal adquirido, según
la doctrina de los fariseos, si quería obtener el perdón. El publicano espera que Dios
acepte su corazón contrito y su misericordia le perdone (cfr. Sal.51, 19). ¿Cuál de
los dos salió justificado del templo? O ¿quién es justo en el Juicio de Dios? El
fariseo es un escrupuloso cumplidor de los muchos y difíciles preceptos de la ley, en
cambio, le publicano, es colaborador con el poder opresor como era Roma y con
fama de ladrones. Jesús conoce el juicio de sus oyentes, pero les dice: “Yo os digo
que éste descendió a su casa justificado, y aquél no; porque todo el que se ensalza
será humillado, pero el que se humilla será ensalzado” (v.14). Él es el profeta Dios,
su Juicio es el de Dios. El publicano es declarado justo delante de Dios, justificado
se va a su casa. El fariseo sale justificado, pero no como el publicano. ¿Se prefiere
la justicia del publicano, a la del fariseo? ¿Rechaza Jesús definitivamente la justicia
del fariseo en favor de la del publicano? ¿Dónde quedan los méritos del fariseo? El
hombre se hace justo a los ojos de Dios, por un don de Dios, no basta el propio
esfuerzo (cfr. Lc.16, 15; Mt. 5,3). Muy frágil es la justicia y santidad humana, si
Dios no dona su justicia (cfr. Mt.5, 20). La parábola termina con una sentencia: el
hombre que confía sólo en sí mismo, se ensalza; el juicio de Cristo, anticipa el juicio
definitivo, lo humilla (cfr. Lc.14, 11; Mt.23, 12). El que se humilla, confiesa su
pecado y debilidad, es ensalzado por Jesús. Dios lo justificará al momento del Juicio
final.
Teresa de Jesús, desde la más profunda humildad de su nada, como el publicano
recomienda, recibir las gracias que se reciben en la vida de oración, con gratitud.
“El primero es, que como se ven en aquel contento y no saben cómo les vino, al
menos ven que no le pueden ellas por sí alcanzar, dales una tentación: que les
parece podrán detenerle, y aun resolgar no querrían. Y es bobería, que así como no
podemos hacer que amanezca, tampoco podemos que deje de anochecer; no es ya
obra nuestra, que es sobrenatural y cosa muy sin poderla nosotros adquirir. Con lo
que más detendremos esta merced, es con entender claro que no podremos quitar
ni poner en ella, sino recibirla como indignísimos de merecerla, con hacimiento de
gracias, y éstas no con muchas palabras, sino con un alzar los ojos con el
publicano.” (CV 31,6).