Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
La humildad
Jesús nació a las afueras de Belén, en una cueva desprovista de los más elementales enseres y murió en
el Gólgota, en una cruz formada con burdos leños. El inicio y el final tienen el privilegio de condensar y
sintetizar de modo admirable todo el conjunto, pensemos, por ejemplo, en las películas, la música o en
una vida, cualquiera que sea, en su testamento o epitafio queda resumida su obra.
Volviendo la atención al inicio y al final de la vida de Cristo descubrimos que la humildad fue la virtud
que quiso enseñarnos con su ejemplo y sus palabras. “Aprended de mí que soy manso y humilde de
corazón y hallaréis descanso en vuestras almas” (Mt 11,29). La humildad nos reporta excelentes
beneficios desde una perspectiva humana como espiritual. Quien la desprecie, que se prepare, porque los
resquemores que deja en el alma la susceptibilidad, el orgullo o la ira, por mencionar algunas de las
manifestaciones de la soberbia, quitan el sueño, encienden las pasiones y quebrantan la salud.
La humildad es eficaz antídoto contra el orgullo y la impaciencia que tan malos ratos nos hacen pasar.
Nos impacientamos con Dios porque no escucha ni atiende nuestras necesidades; con la naturaleza
cuando hace excesivo frío o calor; con nuestros jefes y directores porque no pocas veces los
consideramos torpes y aprovechados, ¡cómo tardan en resolver nuestros asuntos! Nos impacientamos
con nuestros compañeros de trabajo por sus incompetencias, lentitud y descuidos. Muchas veces
también con nosotros mismos, porque no salen las cosas como quisiéramos. Y ¿qué decir de los
subalternos? Se nos crispan los nervios por su falta de compromiso y respuesta, su apatía y lentitud. Nos
desespera la forma en que el gobierno dirige el país y en fin, somos impacientes cuando las cosas no
salen como deseamos.
La humildad nos enseña a aceptarnos a nosotros mismos, con nuestras miserias y pequeñeces, pero sin
caer en actitudes lastimeras ni derrotistas. Es imprescindible aceptarse para superarse. La humildad es
necesaria para soportar a los que conviven con nosotros, sean mayores y menores de edad, con más o
menos habilidades o experiencia. Los mansos de corazón logran admitir, sin frustrarse, lo que no sale
bien o no funcionan. La humildad es fundamental para evitar conflictos, riñas y discusiones inútiles, es
la receta para olvidar injurias y agravios. El rostro del humilde es dulce, mientras que la mira del
soberbio es arrogante y altanera.
Y la tercera razón es que Dios ama a los humildes y rechaza a los soberbios como lo vemos en la
parábola del fariseo y el publicano, porque “el que se humilla será exaltado, pero el que se ensalza, será
humillado” (Lc 14,11). Como decía san Gregorio Magno, “el que reúne virtudes sin humildad, trae
polvo al viento”.
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