XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
¿ORACIÓN O HIPOCRESÍA?
Jesús, al ver que algunos estaban convencidos de ser justos y que despreciaban a
los demás, dijo esta parábola: Dos hombres subieron al Templo a orar. Uno era
fariseo y el otro publicano. El fariseo, puesto de pie, oraba en su interior de esta
manera: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son
ladrones, injustos, adúlteros, o como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y
doy la décima parte de todas mis entradas”. Mientras tanto el publicano se quedaba
atrás y no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho
diciendo: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador.» Yo les digo que este
último regresó a su casa en gracia de Dios, pero el fariseo no. Porque el que se
enorgullece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. (Lc. 18, 9-14).
El fariseo, que se creía bueno, oró mal. Más bien, ni siquiera oró, sino que presentó
a Dios la factura de sus méritos. Y el publicano, que se veía malo, como era, oró
bien, reconociendo su condición de pecador y exponiendo su deseo confiado de
perdón y conversión.
Dios escuchó la oración del publicano y marcó el principio de una vida nueva.
Mientras que el fariseo salió del templo más pecador, por su orgullo, pues oró con
los labios, mas no con el corazón. "Este pueblo me honra con los labios, pero su
corazòn está lejos de mí" (Mc 7, 6).
Es imposible que haga oración verdadera quien se jacta de ser justo, que cree no
tener nada de qué arrepentirse y nada que agradecer a Dios. El fariseísmo es el
cáncer de la oración, de la vida cristiana y de toda religión.
Es necesario verificar si ese mal convive con nosotros, pues sólo reconociendo la
enfermedad se puede desear, pedir y recibir la curación.
La autosuficiencia hipócrita induce a creer que se puede ser cristianos sin creer en
Cristo, sin estar unidos a él, sin amar al prójimo. La oración es tiempo del corazón,
tiempo de amistad y de relación personal con Dios, de salvación. De lo contrario,
no hay oración.
La verdadera oración nos impulsa a interesarnos en la real promoción de los valores
del reino de Dios: la vida y la verdad, la justicia y la paz, la libertad y la solidaridad,
el amor y la alegría. La oración se convierte así en amor social y en política
evangélica. Empezando por la familia.
La oración verdadera nunca es tiempo perdido, sino el más rentable, porque renta
para la vida eterna. Cuando oramos de corazón, Dios trabaja por nosotros, dando
eficacia divina, liberadora y salvífica a nuestra vida y a las obras humanas de
nuestras pequeñas manos, pues “Quien está unido a mí, produce mucho fruto ” (Jn
15, 5).
Con estas disposiciones tenemos que vivir sobre todo la Eucaristía, que es la
oración más eficaz que podamos hacer por nosotros y por los otros, vivos y
difuntos.
Necesitamos orar continuamente para vivir orientados hacia la Fuente de todo lo
que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos. Acción de gracias,
adoración, jaculatorias, invocaciones, petición de perdón… Ahí está la verdadera
felicidad. Pruébalo.
Al inicio de toda oración pidamos al Espíritu Santo que “ore en nosotros con
gemidos inefables, pues no sabemos pedir como conviene” (Rom 8, 26); y a María
supliquémosle que presente a Dios nuestras oraciones como si fueran suyas.
Padre Jesús Álvarez, ssp