Comentario al evangelio del Sábado 02 de Noviembre del 2013
Queridos amigos y amigas:
Para muchas personas, el mes de noviembre, y no sólo el día de hoy, es un tiempo dedicado a la
conmemoración de todos los fieles difuntos. En el hemisferio norte estamos en el corazón del otoño.
La naturaleza vive su propia muerte. Todo (la luz solar, las hojas de los árboles) va muriendo
lentamente. Podríamos decir que el otoño es una metáfora de ese morir lento que nos acompaña a
todos. Desde que nacemos estamos ya listos para morir.
Cada año, cuando llega esta fecha, se abre otra vez el arcón de los recuerdos. De él sacamos los rostros
y los nombres de todos aquellos seres humanos que han estado vinculados a nosotros. Algunas
personas viven este momento con gran tristeza. Si pudieran, evitarían toda conmemoración. No pueden
soportar el recuerdo o el dolor de la separación. Otras, por el contrario, superada la fase de desgarro,
viven estos momentos con mucha serenidad, como un ejercicio de comunión espiritual con los que han
desaparecido físicamente pero "viven en el Señor".
Más allá de nuestra manera personal de evocar a los seres queridos que ya han muerto, ¿cuál es el
sentido cristiano de este día? ¿Qué luz nos viene de la Palabra de Dios? Creo que podríamos vivirlo
como un día de acción de gracias y de petición.
Damos gracias a Dios por los hombres y mujeres que ha puesto en nuestro camino y que nos han
ayudado a ser lo que somos. Cada persona muerta es un germen de vida. Con el paso del tiempo
tomamos conciencia de lo que tal vez no comprendimos cuando se estaba produciendo: tantos detalles
de amor, de cercanía. La gratitud es el fruto maduro de la gracia. Al mismo tiempo, le pedimos a Dios
por nuestros hermanos y hermanas. ¿Qué podemos pedir? En este terreno, tan propicio a las
elucubraciones o a las opiniones personales, yo siempre he preferido dejarme guiar por la liturgia. Me
parece que la súplica más simple y profunda es pedirle a Dios que "así como (nuestros hermanos y
hermanas) han compartido ya la muerte de Cristo, compartan también con él la gloria de la
resurrección". Le pedimos que se haga realidad en ellos el sueño de Dios, que Él, por tanto, purifique,
perdone, complete las existencias de nuestros seres queridos y de todos los que han muerto en la
esperanza de la resurrección.
Me conmueven las palabras de Jesús en el evangelio de Juan: "Voy a prepararos un lugar". No es que
nosotros tengamos que asegurarnos nuestro "retiro celestial" a base de cotizar a un extraño sistema de
"seguridad social celeste". Para cada ser humano Jesús ha preparado un lugar junto a Dios. La muerte
no es, por tanto, el ocaso de la vida, sino la puerta de acceso al encuentro definitivo con Dios, a la vida
plena.
C.R.