Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. (2 de Noviembre)
Luego de celebrar la fiesta de todos los Santos, los que ya gozan del Señor, hoy
recordamos a los que se purifican en el Purgatorio, antes de su entrada en la gloria.
El Purgatorio es la mansión temporal de los que murieron en gracia hasta
purificarse totalmente. Es el lugar donde se pulen las piedras de la Jerusalén
celestial (Ap. 21, 12.14). Pero en el Purgatorio, hay alegría, porque hay esperanza
en dolor que supone el fuego, purificador del amor de Dios. Es el dolor de la
ausencia del Amado. Puesto que el dolor del amante, se sana con la visión, la
presencia y la posesión, enseña San Juan de la Cruz (CV 11). Si las almas santas ya
sufrieron esta ausencia en la tierra han experimentado aquello de “muero porque
no muero", que exclamaba Sta. Teresa de Jesús, mucho mayor será el hambre y
sed y de Dios que sientan las almas ya liberadas de las ataduras corporales. Las
almas del Purgatorio ya no pueden merecer. Pero Dios nos da a nosotros la
posibilidad de aliviar sus penas, de acelerar su entrada en el Cielo. Así se realiza la
Comunión de los Santos, por la relación e interdependencia de todos los fieles de
Cristo, los que están en la tierra, Iglesia caminante, los que están el Purgatorio,
Iglesia purgante, y los que ya están en el cielo, la Iglesia triunfante meta de toda
vida cristiana. Con nuestras buenas obras y oraciones, nuestros pequeños méritos,
podemos aplicar por los difuntos, sobre todo los méritos infinitos de Cristo. Ya en el
AT, vemos a Judas enviando una colecta a Jerusalén para ofrecerla como expiación
por los muertos en la batalla. Pues, dice el autor sagrado, "es una idea piadosa y
santa rezar por los muertos para que sean liberados del pecado" (2Mac. 12,44-46).
Los paganos deshojaban rosas y tejían guirnaldas en honor de los difuntos.
Nosotros debemos hacer más. "un cristiano, dice San Ambrosio, tiene mejores
presentes, cubrid de rosas, si queréis, los mausoleos pero envolvedlos, sobre todo,
en aromas de oraciones". De este modo, la muerte cristiana, unida a la de Cristo,
tiene un aspecto pascual: es el tránsito de la vida terrena a la vida eterna.
Lecturas bíblicas
a.- 1Cor. 15, 51-57: Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por
Nuestro Señor Jesucristo.
El apóstol Pablo reflexiona cómo será la resurrección de los muertos y hace toda
una teología desde la naturaleza y el dato revelado (cfr.1Cor.15, 35-50). Así como
el grano de trigo, cae en tierra y muere, surge la espiga dorada, así sucederá en la
resurrección. El cuerpo resucitado será el mismo que el cuerpo mortal, pero no lo
mismo: se siembra un cuerpo corruptible, que se convertirá en incorruptible, de
miserable en glorioso, de débil en robusto. Se pasa del cuerpo natural a uno
sobrenatural. El primer Adán, fue un una vida viviente (cfr. Gn. 2, 7), el segundo,
en cambio, es un espíritu vivificador (1Cor. 15, 45). El primero guio a la humanidad
hacia la tierra, de donde había sido formado, la arrastra hacia la muerte; el
segundo, guía a la humanidad hacia la vida eterna, al cielo, de donde procede. Si
queremos resucitar debemos dejar nuestra condici￳n de “carne y sangre” porque
estos componentes, no pueden heredar el reino de Dios (v. 50). Se trata de salir de
la influencia carnal del viejo Adán e incorporarnos en la dinámica del Espíritu de
Jesús. Por eso Pablo se￱ala: “Y cuando este ser corruptible se revista de
incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá
la palabra que está escrita: “La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde
está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la
muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley. Pero ¡gracias sean dadas a
Dios, que nos da la victoria por nuestro Se￱or Jesucristo!” (vv. 54-57). Termina el
apóstol diciendo que los que vivan cuando vuelva el Señor, no morirán, sino que
serán transformados en cuerpo glorioso, resucitado. Será el paso de la humanidad,
que era corruptible a incorruptible comienzo de lo definitivo. Mientras tanto el
ap￳stol nos exhorta: “Así pues, hermanos míos amados, manteneos firmes,
inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que
vuestro trabajo no es vano en el Se￱or.” (v. 58). La esperanza en la resurrecci￳n es
todo un estímulo para el hombre de hoy y para el cristiano, en particular, para no
permanezca en lo meramente humano, sino prepararse a la vida eterna.
b.- Jn. 11, 17-27: Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el
que iba a venir al mundo.
El evangelio nos narra la visita de Jesús a Betania, con motivo de la muerte de
Lázaro, aldea cercana a Jerusalén. Lázaro, llevaba muerto cuatro días, su regreso a
la vida, según la mentalidad de la época era imposible. Los rabinos opinaban que
los muertos rondaban tres días el cuerpo muerto, pasado esos días, no cabía
esperanza que el muerto resucitara. El encuentro de Jesús con las dos hermanas
más que un relato resulta una narración teológica. La primera que sale al encuentro
de Jesús es Marta, mientras que María permanece en casa, Jesús la llama; ambas
le reclaman que si ÉL hubiera estado ahí, Lázaro no hubiera muerto (vv.21.32). El
encuentro de María con Jesús, era más que el tema de Lázaro y dolor que la abatía,
era algo superior, que los judíos que habían venido a consolarlas no iban a
comprender, por ello permanece en casa esperando la llamada del Maestro (v.28).
María espera, llora la muerte del hermano, no lo abandona, espera que venga
Jesús, se une a su llanto por la muerte del resto de Israel. Marta expresa su
adhesión a Jesús desde su fe aprendida con los fariseos, donde quedaba estipulado
en las dieciocho bendiciones, la resurrección de los cuerpos, negada por los
saduceos hasta cuando Jesús le revela quién es ÉL: “Yo soy la resurrecci￳n y la
vida. El que crea en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no
morirá jamás. ¿Crees esto?” (vv. 25-26). María demuestra su fe, echándose a los
pies de Jesús, cuando sale a su encuentro, como el día de la unción (cfr. Jn.12, 3).
Al verla llorar a ella y los judíos que la acompañaban, Jesús se emociona y se echa
a llorar. Este llanto revela la profunda calidad humana y afectiva de Jesús. No es
insensible al dolor humano, aunque viva la intensa comunión con el Padre,
aumentado por el dolor expresado por una mujer como María. Una segunda lectura,
viene a expresar que ese amor es expresión del amor por el hombre, por el resto
de Israel, sus instituciones, autoridades, no han sido fieles a la palabra de Dios, han
llevado a Israel a la ruina moral y espiritual. Es el amor al amigo que nace su
misma condición humana, su amor al Padre, se convierte en solidaridad de hombre
con el hombre. Dios está en el Hombre, en Jesús de Nazaret. Su llanto encierra un
misterio. ¿Por qué no acudió inmediatamente al llamado de las hermanas, evitando
así la muerte de Lázaro? Lo que haga con Lázaro, el signo, glorificará a Jesús, pero
también señalará su muerte, que confirmará su glorificación y exaltación. Este
signo fortalecerá la fe de los apóstoles (cfr. Jn.11, 46-54; 11, 14). Si fue capaz de
devolver la vista al ciego, ¿no tendría poder sobre la muerte? Ese llanto por Lázaro,
se asemeja mucho al de Jesús, ante la ciudad de Jerusalén (cfr. Lc.19, 41ss). Al
altísima manifestación de Jesús de ser la resurrección y la vida, Marta responde:
“Le dice ella: «Sí, Se￱or, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a
venir al mundo.” (v. 27). Jesús es la resurrección porque es la Vida, participación
íntima y potente en la vida del Padre. Es el Padre quien le ha comunicado a Jesús
su vida, la que ahora ÉL comunica a quienes lo aceptan como Hijo, Enviado y
Revelador del Padre. Quien se adhiere a Jesús por la fe no muere, participa de la
vida eterna, vida divina. Alabemos hoy a Dios porque fuimos creados, redimidos y
santificados por la acción de la Santísima Trinidad para la vida eterna, alcanzar la
unión definitiva con Dios, gozar de su comunión de conocimiento y amor es la
cumbre de nuestra vocación. Gozar de la visión beatífica de Dios es el fin de
nuestra vocación cristiana en la gloria sempiterna.
Teresa de Jesús desde pequeña quiso alcanzar la vida de los santos en el cielo,
hombres y mujeres que pasaron por este mundo, haciendo el bien cuya herencia es
la bienaventuranza eterna. “Considerando lo que gozan los bienaventurados, nos
alegramos y procuramos alcanzar lo que ellos gozan” (1 M 1, 3).