DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO ( C )
Homilía del P. Lluís Juanós, monje de Montserrat
27 de octubre de 2013
Sir 35, 12-14.16-18 / 2 Tim 4, 6-8.16-18 / Lc 18, 9-14
Hermanas y hermanos:
Uno de los principales motivos que movía a Jesús para hablar en parábolas era
implicar a sus oyentes en lo que intentaba enseñarles a través de estas narraciones. Y
en el texto evangélico que acabamos de escuchar, vemos a Jesús que dirige su
parábola a unos que se tenían por justos, y despreciaban a todos los demás.
La primera reacción que podemos tener al escuchar la parábola es sentir simpatía por
el publicano y pensar que el fariseo, con su actitud autosuficiente, arrogante y
despreciativa tiene bien ganada la sentencia final del relato: " Os digo que éste –el
publicano- bajó a su casa justificado, y aquél no ”. ¡Ya le está bien!, podemos pensar. Y
si hemos llegado a esta conclusión, satisfechos de haber coincidido con el criterio de
Jesús, me pregunto si hemos entrado de verdad en el contexto de la parábola y por
tanto, si no nos hemos situado más bien al margen del texto, porque, en este caso,
esto nos puede indicar que escuchando este relato no pasamos de ser simples
espectadores de un hecho que no nos afecta; que lo miramos desde la barrera y que
como mucho, coincidimos con Jesús y estamos de acuerdo con la sentencia que dicta,
pero con toda probabilidad, no pasamos de ahí.
Seamos sinceros y reconozcámoslo: Es más cómodo para nosotros ser unos
espectadores de esta parábola, ya que ponernos delante de Jesús, entrar en su juego
a veces es peligroso, nos puede resultar incómodo y hacer añicos nuestra
autocomplacencia, poniendo de relieve nuestras incoherencias, haciéndonos ver que
también dentro de nosotros habita un fariseo, y que como el de la parábola, a veces
también nos gusta presentar ante Dios y los demás nuestros méritos, como unos
privilegios que nadie tiene derecho a discutir, como si en un acto de descarada
arrogancia -permitidme la ficción- dijéramos a semejanza del fariseo: soy tan bueno
que incluso Dios no puede hacer otra cosa que darme la razón... ¡cuando realmente,
Dios no puede hacer otra cosa que una mueca indulgente y compasiva ante tanta
pedantería! y de paso, hacernos comprender que no son los "currículos", los méritos,
títulos y privilegios que podamos ostentar, lo que cuenta a sus ojos, sino más bien la
actitud humilde de aquel pobre publicano que desde la su situación pecadora y
despreciable a los ojos del fariseo, sólo podía mostrar las manos vacías para implorar
de Dios el perdón y la misericordia .
La parábola del fariseo y el publicano es un buen test para la vida cristiana. De hecho,
podríamos decir que la parábola no llega a su objetivo final hasta que tomamos la
decisión de entrar y reconocer que nuestro corazón está habitado por dos maneras de
hacer. Jesús, a través de estos personajes, nos habla más bien de actitudes, de
nuestras propias actitudes; de dos maneras de situarnos en relación a Dios y a los
demás y de ver las dos maneras cómo Dios mismo corresponde.
Si bien podemos encontrar dentro de nosotros el deseo de ser personas agradables a
Dios, aunque, alguna vez miremos a los demás por encima del hombro, también hay
momentos en que, por gracia, nos damos cuenta de que estamos muy lejos de los
verdaderos sentimientos de Cristo y entonces ya no nos atrevemos a levantar los ojos
al cielo.
Cuando iniciamos la celebración eucarística, lo hacemos siempre reconociendo
nuestros pecados, precisamente para que nuestra celebración no esté centrada en
nuestros propios méritos, ni tampoco en nuestras faltas, sino en la bondad de Dios. La
vida cristiana nos pide tener "alma de publicano" ya que es la mejor manera de
conseguir tener los mismos sentimientos de Cristo, que no vino a aplastarnos con su
superioridad, sino a hacerse pobre y humilde para que aprendiéramos el camino que
lleva a Dios.
Como el fariseo y el publicano, también hoy hemos subido al templo, a esta basílica de
Montserrat, para orar y celebrar la Eucaristía. Y como ellos, también nos encontramos
ante Dios, con nuestra realidad, nuestra historia personal, y con las manos llenas de
nuestros méritos o de nuestra miseria. No importa. Tanto si nos sentimos más cerca
de uno o del otro, el Señor nos acoge a todos y no nos corresponde juzgar a nadie ni
exigir de Él nuestra justificación. Todo es gracia, don, regalo inmerecido para aquel
que ha comprendido que Dios es vulnerable ante toda muestra de amor, de humildad y
confianza.
Es así de grande el corazón de Dios, y en la estima que nos tiene no hace distinciones
entre sus hijos. Que la oración del publicano sea hoy también la nuestra y nos mueva
a la conversión; a vivir la fraternidad de los hijos de Dios en la Iglesia y en el mundo,
sintiéndonos así hijos de un mismo Padre, más allá de nuestras discrepancias. Que el
Pan que compartiremos en esta Eucaristía, nos reúna a todos en la unidad.