Solemnidad, Todos los Santos
La innumerable multitud de los Santos
En el día de todos los Santos la palabra de Dios nos introduce en el misterio
de su amor a través de tres lecturas impresionantes: El libro del Apocalipsis
(Ap 7,2-17), la primera carta de Juan (1Jn 3,1-3) y el Evangelio de Mateo
(Mt 5,1-12). Tanto en el libro del Apocalipsis como en el Evangelio de Mateo
una multitud inmensa se reúne en torno a Jesús. Es la multitud de
discípulos y de sufrientes de la historia. Es la multitud de los santos que
están de pie ante el Cordero, anunciando y celebrando el triunfo del Cordero
degollado y Resucitado, cuya Pasión ha transformado el sentido de la vida
humana, convirtiendo en Santos a todos los hombres y mujeres que por ser
discípulos o por ser víctimas en la historia han sido y siguen siendo
llamados por Dios para ser Hijos suyos. Son gentes de toda nación, raza,
pueblo y lengua. Y esta realidad que se revelará un día en plenitud es el
horizonte de esperanza hacia el que nos encaminamos y que está marcando
nuestro presente.
Los santos no son sólo los que están en los altares, sino la multitud de
hombres y mujeres que a lo largo de la historia han quedado vinculados a
Jesús Resucitado por medio del sufrimiento inocente y por medio de la fe y
llevan en sus cuerpos las marcas de la gran tribulación. En dos lenguajes
diferentes y en dos géneros literarios distintos se describe una realidad
común. El género apocalíptico y el evangélico nos llevan a la experiencia del
Reinado de Dios en la vida humana, que convierte en Santos a los seres
humanos capaces de vivir en comunión con Dios y entre nosotros. La
apocalíptica es una corriente teológica de la tradición judía y cristiana que
revela la perspectiva divina sobre la vida, la historia y el destino del hombre
y del mundo, desde el reconocimiento de la soberanía de Dios como único
Señor, y desde la experiencia dolorosa de la historia humana como una
historia de dolor, de sufrimiento, de tribulación y de mal, que el mismo
hombre provoca, consiente y mantiene. Pero la apocalíptica habla su propio
idioma. Se expresa con un lenguaje especial, simbólico, con sueños y
visiones, con números y cifras, con palabras empapadas de vida, de llanto y
de esperanza, convirtiéndose así en un lenguaje literario muy singular que
hemos de desentrañar e interpretar adecuadamente.
La lectura del Apocalipsis nos cuenta hoy la visión de un ángel que lleva el
sello del Dios vivo para marcar a los siervos de Dios. El número de 144.000
sellados tiene un sentido más simbólico que histórico. Los números en este
tipo de literatura no tienen meramente un valor cuantitativo sino
especialmente cualitativo. En este caso 144.000 (Ap 7,4; 14,1.3) expresa la
universalidad de la salvación de Dios que en el tiempo de la historia, antes
del final, instaura el Reino de Cristo (1000 años) el cual abarca a la
humanidad de todos los tiempos, del AT y del NT (12 x 12 x 1000). Después
se dice explícitamente: Se trata de una multitud innumerable. En el pasado
han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero, con túnicas
blancas, por tanto que participan de la resurrección, con palmas en las
manos, como signo de triunfo. Es una multitud vencedora, que está en pie,
y por tanto participa de la misma suerte del Cordero: Son los que vienen de
la gran tribulación. El Cordero degollado, pero en pie, es Jesús, el
crucificado resucitado. Este cordero ha venido de la gran tribulación, ha
derramado su sangre no sólo para quitar el pecado (lavar las túnicas) sino
para que esa multitud tenga una participación existencial en el Resucitado
(blanquear las túnicas).
Después se completa lo que acontece a esta multitud. En el presente están
sirviendo a Dios constantemente, como un pueblo de sacerdotes. En el
futuro el Cordero acampará entre ellos y ya no habrá más hambre ni más
sed (Is 49, 10) y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos (Is 25,8). Esta
perspectiva de futuro conecta directamente con las Bienaventuranzas:
“Dichosos los hambrientos y sedientos de la justicia porque ellos serán
saciados” y “Dichosos los que gimen porque ellos serán consolados”.
Sin embargo las bienaventuranzas no se remiten sólo ni principalmente al
futuro, sino también al presente de esta vida, abriendo al ser humano a una
propuesta de dicha que sólo es propia del Reino de Dios, pero que está
disponible para todos los hombres y mujeres que al oírla entren en su
dinamismo de vida y de alegría. Las bienaventuranzas (Mt 4,25-5,12)
inauguran el discurso sobre el Reino en Mateo. Es el pregón del Sermón de
la montaña, para todas las gentes procedentes de todas partes, desde
Galilea y Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania. Las ocho primeras
bienaventuranzas se pueden dividir en dos partes de cuatro
bienaventuranzas. Se proclama la dicha en todas ellas. La Buena Noticia de
Jesús es la dicha del Reinado de Dios. Es el elemento constante de todas las
bienaventuranzas. La dicha no es sólo la felicidad, comúnmente entendida
como la satisfacción de las necesidades básicas humanas. La dicha implica
una alegría profunda en el interior del ser humano, de origen espiritual, que
tiene su razón de ser en Dios, y que es compatible con la vivencia de
situaciones de sufrimiento y de tribulación, desde la esperanza puesta en
Dios, en virtud del cual estas experiencias no pueden conducir a la mera
resignación impasible, ni a la alienación espiritualoide, ni al inmovilismo
social.
Los elementos variables son los sujetos de esa dicha que se proclama y las
razones que la sustentan. ¿A quién llama “dichoso” Jesús desde la
perspectiva de Dios y de su Reino? Aquí es dónde viene realmente la Noticia
gozosa del Evangelio. Los sujetos de las bienaventuranzas son, en primer
lugar, personas que están o pasan por una situación de negatividad
extrema: los pobres, los que gimen, los indigentes, los que tienen hambre y
sed, también de justicia. Son personas que carecen de lo más mínimo para
una vida digna y humana. La razón de la dicha no es la situación en la que
se encuentran sino el giro que van a experimentar esas condiciones
sociales. El que va a realizar ese giro es Dios mismo, que traerá el consuelo,
que dará el don de la tierra y saciará a los hambrientos y sedientos. Sólo
por ser víctimas, por ser sufrientes, independientemente de sus creencias
religiosas, Dios está de su parte, y Dios hace una promesa de futuro que
ciertamente se cumplirá. Dios anulará tal estado de negatividad y de
injusticia y acabará con todo ello. Lo que no se sabe es ni cómo ni cuándo
esto se llevará a cabo. Los sujetos a los que se les anuncia la dicha en la
segunda parte de las bienaventuranzas son personas cuya disposición
personal, cuyas actitudes y acciones pertenecen al mundo de relaciones
hacia los demás y hacia Dios propias del Reino de Dios: Donde se vive
practicando la misericordia, la ayuda mutua, la solidaridad, la transparencia
interior, la autenticidad y la sinceridad, trabajando y luchando por la paz y
la justicia, hasta ser perseguidos por ello. Este mundo nuevo de relaciones
trae sin duda la dicha, la alegría inefable del tiempo mesiánico.
Pero la primera bienaventuranza, la de la pobreza, es aún más paradójica.
Se trata no sólo de los pobres sino de los pobres cuyo espíritu permite que
el Dios del amor y de la justicia reine en ellos. Por una parte, los pobres son
los que carecen de medios para una subsistencia humana y digna. Y en este
estado de indigencia, de necesidad y de dependencia de los demás viven
muchas personas de este mundo por causa de la injusticia social, de la
desigualdad y del mal reparto de la riqueza y de los bienes de la tierra. El
Reino de Dios – dice Jesús- les pertenece. Pero esa primera
bienaventuranza dice algo más, pues dado que los viven en el estado de
pobreza y de miseria son millones de seres humanos, hermanos nuestros,
la propuesta de Jesús a los que quieren convertirse en discípulos suyos es
hacerse también pobres, no porque la pobreza sea un bien, ni porque ésta
traiga en sí misma la dicha, sino porque si dejamos que el amor de Dios
reine en el corazón humano, mientras exista un pobre a nuestro lado o en
nuestra tierra, la opción por los pobres, trae igualmente la dicha. Por eso
ponerse de parte de los excluidos y marginados de la sociedad, de los
indigentes, maltratados y oprimidos, dar acogida a los inmigrantes,
incluidos los sin papeles, ponerse del lado de las víctimas, uniéndonos
libremente a su causa es la vía primera para acceder al Reino que a ellos les
pertenece, el Reino en que el único soberano es Dios mismo en persona. La
primera bienaventuranza y la última (la de los perseguidos por causa de la
justicia que Dios quiere instaurar o por fidelidad a esa opción primera por
los pobres) no hablan del futuro, sino del presente, de modo que no
podemos conformarnos con las lecturas que desplazan la bienaventuranza,
la dicha y la santidad al más allá de esta vida. La fuerza de esta
proclamación es que Dios hace llegar su Reino también en el tiempo
presente para los que son pobres, pobres con espíritu y para los que se
hacen pobres a conciencia y, por ser fieles a este plan de la justicia de Dios,
son incluso perseguidos.
Todos ellos están en esta historia, en el presente, de pie, con túnicas
blancas y palmas en la mano, como los que vienen de la gran tribulación,
cantando el triunfo paradójico del que fue crucificado y que enjugará toda
lágrima de nuestros rostros. Ésta es realmente la multitud de todos los
Santos, cuya gloria no se canta principalmente en los templos, sino que se
grita en todos los lugares de la tierra y en todos los tiempos de la historia,
también en los cementerios, donde el dolor y el sufrimiento han quedado
marcados por la sangre del Cordero.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de
Sagrada Escritura