XXXI Domingo del Tiempo Ordinario/C
Jesús encuentra a Zaqueo
Hoy la liturgia presenta a nuestra meditación el conocido episodio evangélico del
encuentro de Jesús con Zaqueo en la ciudad de Jericó. ¿Quién era Zaqueo? Un
hombre rico, que ejercía el oficio de ‘publicano’, es decir, de recaudador de
impuestos por cuenta de la autoridad romana, y precisamente por eso era
considerado un pecador público. Al saber que Jesús pasaría por Jericó, aquel
hombre sintió un gran deseo de verlo, pero, como era bajo de estatura, se subió a
un árbol. Jesús se detuvo precisamente bajo ese árbol y se dirigió a él llamándolo
por su nombre: “Zaqueo, baja en seguida, porque hoy debo alojarme en tu casa”
(Lc 19, 5). ¡Qué mensaje en esta sencilla frase!
‘Zaqueo’: Jesús llama por su nombre a un hombre despreciado por todos. ‘Hoy’: sí,
precisamente ahora ha llegado para él el momento de la salvación. “Tengo que
alojarme”: ¿por qué ‘debo’? Porque el Padre, rico en misericordia, quiere que Jesús
vaya a “buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). La gracia de aquel
encuentro imprevisible fue tal que cambió completamente la vida de Zaqueo: “Mira
-le dijo a Jesús-, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si de alguno me
he aprovechado, le restituiré cuatro veces más” (Lc 19, 8). Una vez más el
Evangelio nos dice que el amor, partiendo del corazón de Dios y actuando a través
del corazón del hombre, es la fuerza que renueva el mundo.
Lo que ocurre entre Jesús y el “jefe de publicanos” de Jericó se asemeja a ciertos
aspectos de la celebración del Sacramento de la misericordia. Siguiendo este relato
breve, pero tan intenso, podemos descubrir en las actitudes y en la voz de Cristo
todos aquellos matices de sabiduría humana y sobrenatural que el sacerdote ha de
expresar en el Sacramento para que sea vivido en el mejor de los modos.
Zaqueo parece impulsado sólo por la curiosidad al encaramarse sobre el sicómoro.
A veces, el encuentro de Dios con el hombre tiene también la apariencia de la
casualidad. Pero nada es ‘casual’ por parte de Dios. Muchos cristianos a menudo, se
acercan a los Sacramentos de modo superficial. En efecto, algunos fieles van a
confesarse sin ni siquiera saber bien lo que quieren. Para algunos de ellos, la
decisión de ir a confesarse puede estar determinada sólo por la necesidad de ser
escuchados… Para otros, por la exigencia de recibir un consejo. Para otros, incluso,
por la necesidad psicológica de librarse de la opresión del “sentido de culpa”.
Muchos sienten la necesidad auténtica de restablecer una relación con Dios, pero se
confiesan sin tomar conciencia suficientemente de los compromisos que se derivan,
o tal vez haciendo un examen de conciencia muy simple a causa de una falta de
formación sobre las implicaciones de una vida moral inspirada en el Evangelio.
Ahora bien, éste es precisamente el caso de Zaqueo. Todo lo que le sucede es
asombroso. Si en un determinado momento no se hubiera producido la ‘sorpresa’
de la mirada de Cristo, quizás hubiera permanecido como un espectador mudo de
su paso por las calles de Jericó. Jesús habría pasado al lado, pero no dentro de su
vida. Él mismo no sospechaba que la curiosidad, que lo llevó a un gesto tan
singular, era ya fruto de una misericordia previa, que lo atraía y pronto le
transformaría en lo íntimo del corazón.
Para Zaqueo debió ser una experiencia sobrecogedora oír que le llamaban por su
nombre. Era un nombre que, para muchos paisanos suyos, estaba cargado de
desprecio. Ahora él lo oye pronunciar con un acento de ternura, que no sólo
expresaba confianza sino también familiaridad y un apremiante deseo ganarse su
amistad. Sí, Jesús habla a Zaqueo como a un amigo de toda la vida, tal vez
olvidado, pero sin haber por ello renegado de su fidelidad, y entra así con la dulce
fuerza del afecto en la vida y en la casa del amigo encontrado de nuevo: “baja
pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa” (Lc 19, 5).
Esto es lo que sucede en todo encuentro sacramental. No es el pecador, con su
camino autónomo de conversión, quien se gana la misericordia. Al contrario, es la
misericordia lo que le impulsa hacia el camino de la conversión. El hombre no
puede nada por sí mismo. Y nada merece. La confesión, antes que un camino del
hombre hacia Dios, es una visita de Dios a la casa del hombre.
En el Sacramento, antes de encontrarse con “los mandamientos de Dios”, se
encuentra, en Jesús, con “el Dios de los mandamientos”. Jesús mismo es quien se
presenta a Zaqueo: “me he de quedar en tu casa”. Él es el don para Zaqueo y, al
mismo tiempo, la ‘ley de Dios’ para Zaqueo. Toda celebración de la penitencia
debería suscitar en el ánimo del penitente el mismo sobresalto de alegría que las
palabras de Cristo provocaron en Zaqueo, el cual “se apresuró a bajar y le recibió
con alegría” (Lc19, 6).
El perdón concedido en el sacramento de la Reconciliación no es un acto exterior,
una especie de ‘indulto’ jurídico, sino un encuentro auténtico y real del penitente
con Dios, que restablece la relación de amistad quebrantada por el pecado. La
‘verdad’ de esta relación exige que el hombre acoja el abrazo misericordioso de
Dios, superando toda resistencia causada por el pecado.
Es precisamente la fe en Cristo la que nos da fuerza para mirar con confianza el
futuro. En efecto, sabemos que el mal está siempre en el corazón del hombre y sólo
cuando el hombre se acerca a Cristo y se deja ‘conquistar’ por Él, es capaz de
irradiar paz y amor en torno a sí. Que nuestra Señora de la Soledad nos enseñe el
don de la misericordia de Dios en Cristo, en los sacramentos, y sobre todo en el
sacramento de la reconciliación, sacramento de la misericordia y de la alegría.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)