SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
1 de noviembre 2013
Ap 7, 2-4.9-14; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12
"Sólo tú eres Santo”, hemos cantado en el "gloria" en el inicio de la Misa. Lo decimos
aplicado a Jesucristo: "Sólo tú eres Santo, sólo tú, Señor, sólo tú Altísimo, Jesucristo”.
"Sólo tú eres Santo”. Y, en cambio, hoy celebramos la solemnidad de Todos los
Santos; de aquella muchedumbre inmensa de los que están en la presencia de Dios
que nadie puede contar , según dice el libro del Apocalipsis. Hablar de "el único Santo"
y de una muchedumbre de santos, no es, queridos hermanos y hermanas, ningún
juego de palabras, ni ninguna contradicción. Según la Escritura, la santidad es única;
forma parte de la esencia de Dios, del Dios que es Trinidad. La santidad divina es
inmensidad, perfección, plenitud, bondad, amor indefectible, justicia sin mancha. Y,
Jesucristo, que es el Hijo de Dios hecho hombre, participa en plenitud de la santidad
divina. Por eso es "el único santo" entre los seres humanos. Pero Dios, a través de
Jesucristo, quiere establecer una relación de amor con las personas. Y, a las que se
abren a su gracia, les concede participar de su santidad. La santidad, pues, es única y
es participada por muchos. Las personas humanas podemos ser santas por
participación si acogemos la relación de amistad con Dios, si nos abrimos a su gracia,
si procuramos ser fieles a su alianza viviendo según su Palabra. El inicio de esta
relación de amistad es la incorporación a Jesucristo que nos es dada por el bautismo,
y que continúa en el proceso de identificación con el Señor que nos permite hacer los
sacramentos y la lectura orante de la Palabra de Dios.
Entre quienes se abren a esta alianza, que es dadora de vida divina, encontramos
varios tipos de santidad. Hay una santidad heroica, como la de Santa María, la Virgen,
como la de San Benito o San Francisco de Asís, la de Santa Teresa de Jesús o de
San Juan de la Cruz, o, aún, la de los mártires antiguos y nuevos, entre los que se
cuentan el grupo de hermanos de nuestra de comunidad beatificados recientemente.
En esta casos, según la forma de ser de cada uno y las circunstancias históricas en
las que vivieron, hay una donación radical y total a Dios, un amor extraordinariamente
intenso a Jesucristo, una existencia entregada a los demás hasta el final; hay,
también, una fidelidad a prueba de la oscuridad y la sequedad espiritual que se puede
experimentar, como en el caso de la beata Teresa de Calcuta. Pero no todo el mundo
está llamado a estas cimas. Hay una santidad más a pie plano. El Papa Francisco,
siguiendo la división sociológica que se suele hacer de las clases sociales, la llama la
"clase media de la santidad“. "Clase media" no quiere decir que se trate de un talante
mediocre porque no habría santidad; con esta expresión se refiere a la fidelidad
perseverante en las cosas grandes o pequeñas de cada día. De esta "clase media de
la santidad“, todos podemos formar parte porque consiste en vivir de cara a Dios y
hacer bien las cosas de cada día (cf. Entrevista en "La Civiltà Cattolica", septiembre
2013). He dicho que todos podemos formar parte de esta "clase media”; pero es más
acorde con el mensaje evangélico, decir que todos estamos llamados a esta santidad,
que Dios espera de nosotros, los bautizados, cuando no hemos recibido la vocación a
la santidad heroica. El Papa pone algunos ejemplos de la "clase media de la santidad":
los padres que forman cuidadosamente a sus hijos y afrontan con coraje las
dificultades, los que trabajan a conciencia para llevar el pan a casa, los enfermos que
aceptan su enfermedad y lo hacen como una ofrenda, los sacerdotes ancianos que, a
pesar de las heridas de la vida que pueden haber recibido, mantienen la sonrisa y
tienen paz en el corazón porque han servido al Señor tan bien como han sabido, los
religiosos y las religiosas que trabajan cada día para hacer comunidad con los
hermanos o hermanas y se dan generosamente al servicio de los demás (cf. ibídem).
Y podríamos ampliar los ejemplos pensando en quienes ayudan a los demás con
discreción para no hacerse ver ni humillar a quienes reciben la ayuda, los que no
hablan mal de los demás, los jóvenes que han descubierto a Jesucristo y quieren serle
fieles y, sin complejos, lo quieren dar a conocer a sus compañeros. Y tantas otras
formas que puede tomar la santidad en la vida ordinaria. Esta santidad de "la clase
media”, común, de cada día, sin gestos esplendorosos, el Papa la asocia a la
paciencia de afrontar con firmeza los acontecimientos y las circunstancias difíciles de
la vida, y también a la perseverancia de continuar el camino cristiano cada día (cf.
ibídem). Esta es la santidad que vive mucha gente sencilla del pueblo de Dios, que a
menudo pasa desapercibida a los ojos humanos, pero nunca a los de Dios.
Con la expresión "Todos los Santos" que da nombre a la solemnidad de hoy, la Iglesia
hace memoria tanto de quienes han vivido una santidad heroica, como de quienes han
vivido la santidad cotidiana formando parte de "la clase media de la santidad”. Es una
muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y
lengu a, de todas las edades. Todos participan, cada uno según su capacidad, de la
única santidad de Jesucristo. A todos les es común el espíritu de las bienaventuranzas
que hemos escuchado en el Evangelio, porque las bienaventuranzas explicitan la
santidad moral de Jesús y la proponen a sus discípulos.
Dios está presente en la vida de cada persona. Y está unido vitalmente a todos los
bautizados. También a nosotros. Y nos invita, por lo menos, a formar parte de "la clase
media de la santidad"; nos invita a la santidad cotidiana que consiste en hacer bien las
cosas por amor y reverencia a Jesucristo, por amor y reverencia al Dios Trinidad. Y
nos invita, también, a ser portadores de esperanza en nuestro mundo. El plan de Dios
sobre cada persona, tal como nos lo presenta la solemnidad de hoy, es alentador
porque nos indica el camino por el que debemos avanzar para llegar a nuestra plenitud
personal y a la felicidad deseada en el anhelo más profundo del corazón. Es alentador,
también, pensar que, si bien la historia de algunas personas haya podido ser ajena al
plan de santidad que propone la Palabra divina, Dios también está presente en estas
vidas; aunque su existencia haya sido muy estrujada por las circunstancias que han
vivido, siempre hay algún espacio en el que puede crecer la buena semilla y dar frutos
de santidad. Nunca es demasiado tarde en esta vida, tenemos un ejemplo elocuente
en el buen ladrón, compañero de suplicio de Jesús, que se convirtió inmediatamente
antes de morir (cf. Lc 23, 40-43).
La eucaristía que ahora celebramos nos pone en contacto con la santidad de Dios. Y
nos inserta en la obra salvadora de Jesucristo. Así podemos ir llevando a cabo nuestra
vocación a la santidad mientras agradecemos la obra que la gracia de Dios ha hecho
en la gran multitud de hermanos nuestros, conocidos o desconocidos, que ya gozan
de la gloria de Cristo. Agradecemos el don que Dios les ha hecho e invoquemos la
ayuda de "tantos intercesores" (cf. Oración colecta).