XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Pautas para la homilía
«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas»
«No quedará piedra sobre piedra»
Siguiendo su método pedagógico, Jesús da una enseñanza importante a sus
discípulos aprovechando el comentario de quienes en cierta ocasión le ponderaban
la belleza del templo de Jerusalén, manifestada en la calidad de la piedra y de los
exvotos con que lo enriquecieron algunos personajes pudientes. En tiempos de
Jesús el templo estaba todavía en fase de remodelación, pues en torno al año 19 a.
C. el rey Herodes el Grande emprendió esta gran reforma. Algunas de las piedras
que aún hoy se conservan llaman la atención por su tamaño; algunas tienen una
longitud de once metros.
Jesús sorprende a sus interlocutores diciéndoles: «Esto que contempláis llegará un
día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido». El pueblo elegido
ya había experimentado el saqueo del templo por Sheshonq I en el año 925, y su
destrucción por los babilonios durante el asedio de Nabucodonosor II a la Ciudad
Santa; experiencias que le habían proporcionado una gran lección sobre Dios. El
Dios de Israel no está apegado a ningún edificio.
No obstante, Jesús también apreciaba el templo, y acudía a él cuando estaba en
Jerusalén. En el episodio de la expulsión de los vendedores del templo Jesús lo
califica como la «casa de mi Padre», «casa de oración». De hecho, los primeros
cristianos continuaron acudiendo a él para orar. Aunque Dios está presente en
todas partes, se hacía presente de un modo especial en el templo de Jerusalén. La
escatología hebrea dice que cuando venga el Mesías será reconstruido el templo.
Jesús hablará de sí mismo como el nuevo templo. Ciertamente, los cristianos
hemos comprendido que él es el templo en el que nos podemos encontrar con Dios.
Como el mismo Jesús le insinúa a Natanel, él es la escala que vio Jacob y que une
el cielo y la tierra; sólo por esta escalera se llaga al Padre del cielo. El Apocalipsis,
hablando de la Jerusalén que desciende del cielo, dirá: «Templo no vi ninguno
porque su templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero». Lo que cuenta no
es el lugar, sino el encuentro, la comunión con Dios. Eso es lo que se busca en el
templo. Es verdad que hay ciertos lugares que facilitan el encuentro, pero no lo
aseguran de forma automática.
Jesús insinúa en sus palabras la caducidad de las cosas de este mundo que pasa,
incluso de aquellas que consideramos más sagradas, como era entonces el caso del
templo de Jerusalén. Sólo hay algo que permanece siempre: la verdad; ésta es
inseparable del amor. Las palabras de Jesús no pasan. Ellas son verdad, y son la
expresión del amor más fuerte que la muerte. Cuando todo se hunde, solo la
verdad y el amor permanecen. Sin embargo, con harta frecuencia ponemos toda
nuestra energía en apropiarnos de lo perecedero. Nos equivocamos en la valoración
de la realidad. Jesús nos invita a poner el corazón en lo importante, en lo que no
pasa, en lo eterno, en Dios. Lejos de desentendernos de las cosas de nuestro
mundo, las valoramos justamente cuando las ponemos al servicio del reino de Dios;
sólo así estarán de verdad al servicio de la humanidad.
Los tiempos y los signos
Al escuchar esta profecía sorprendente los interlocutores de Jesús le preguntaron:
«¿Cuándo va a suceder todo eso?, ¿y cuál es la señal de que todo eso está para
suceder?» La respuesta de Jesús no concierne a la destrucción del templo de
Jerusalén únicamente, sino a su segunda venida. Jesús les pone en guardia, porque
esta segunda venida estará precedida por la llegada de los falsos profetas, que
intentarán engañar a la gente diciendo: «yo soy», o bien «el momento está cerca».
Jesús nos advierte de que no hay que seguir a quienes anuncian el fin del mundo y
que tienen el remedio a todos los males. Esta profecía se sigue cumpliendo hasta
hoy. Cientos de personas en el mundo se declaran mesías y tratan de arrastrar a
otros tras de sí, muchas veces con fines económicos.
La segunda venida de Cristo estará precedida también por guerras, revoluciones,
terremotos, epidemias, hambre, espantos y grandes signos en el cielo. Todas estas
cosas han marcado la historia de la humanidad y siguen estando presentes en
nuestro mundo. Por eso, estas las palabras de Jesús parecen una descripción
realista del mundo en que vivimos. Los ejemplos son numerosos y conocidos por
todos.
Jesús nos ofrece un tercer signo que ha marcado la historia del cristianismo y que
él mismo experimentó en propia carne: como el Maestro, sus discípulos sufrirán la
persecución, la cárcel, la traición por parte de sus padres, parientes, hermanos y
amigos, e incluyo algunos serán asesinados y todos los odiarán por causa de su
nombre.
Jesús es consciente de la violencia que desencadena de su mensaje, a pesar de ser
un mensaje de paz y de salvación. Pero las fuerzas del mal extienden sus
tentáculos por todas partes, tratando de tocarlo y dominarlo todo, de acabar con la
justicia, la verdad y el bien que hay en la humanidad. La injusticia no soporta la
verdad ni el bien ni el amor. Les hace la guerra continuamente, de forma abierta o
encubierta. La injusticia no descansa hasta destruir el bien. Sin vigilancia también
toca el corazón de los discípulos.
Pero la presencia de Jesús es la fuerza de los suyos. No deben tener miedo. Ni
siquiera deben preparar su defensa cuando sean arrastrados ante los tribunales. Él
mismo Jesús se compromete a darles «palabras (literalmente “una boca”) y
sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario» suyo.
Estas palabras de Jesús llevan implícita la promesa de estar siempre al lado de sus
discípulos, de establecer con ellos una intimidad incomparable; no sólo en el
momento de la prueba, sino siempre. Jesús sigue siendo el Verbo que ilumina a
todo hombre que viene a este mundo, siempre que éste se deje iluminar, siempre
que no oponga resistencia.
Parecen contradictorias las palabras de Jesús cuando dice: «matarán a algunos de
vosotros», y cuando dice: «pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá». Esta
contradicción aparente se salva si recordamos esas otras palabras también de
Jesús: «no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el
alma». Podrán quitarles la vida, pero no destruirlos, pues Jesús resucitará a los
suyos.
La ocasión para dar testimonio
Las pruebas de las que habla hoy el Evangelio son la ocasión propicia para
testimoniar la fe. Nuestro mundo necesita, como en todos los tiempos, este
testimonio creyente. Alguien decía que «un cristiano que testimonia es un
crucificado, pero un cristiano que no testimonia ya está muerto». Es decir, el
cristiano verdadero es siempre un testigo de la vida, muerte y resurrección de
Jesús. Si deja de dar testimonio, deja al mismo tiempo de ser cristiano. El
testimonio más elocuente y más necesario es testimonio de la verdad juntamente
con el de la caridad. Según decía Edmond Barbotin, el único testimonio convincente
es el de la santidad.
Para salvarse y alcanzar la vida eterna, los discípulos debemos perseverar en las
pruebas, soportándolas con paciencia. La parábola del sembrador deja claro que no
es fácil perseverar en la fe hasta el final. Es fácil desalentarse antes las dificultades
de la vida, que nunca han de faltar. Jesús no promete un camino fácil, pero sí un
camino correcto para alcanzar la ansiada felicidad. Jesús hace bellas promesas,
pero no oculta las pruebas por las que hay que pasar hasta llegar a la meta. Sin
embargo, contamos con su promesa de que si permanecemos unidos a él nunca
nos dejará solos.
Fray Manuel Ángel Martinez Juan
Doctor en Teología - Salamanca
Con permiso de: dominicos.org