XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Serán como ángeles del cielo
HACIA LA VIDA SIN MUERTE
Evangelio Lc 20, 34-38.
Se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le
preguntaron: - Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su
hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda para dejar
descendencia a su hermano”. Pues se da el caso de siete hermanos, de los
cuales el primero murió sin dejar descendencia. Y uno tras otro se casaron
con la viuda y murieron sin dejar tener hijos. Y por fin murió también la
mujer. Dinos: cuando llegue la resurrección, de cuál de los siete será
esposa la mujer? Jesús les contestó: - En esta vida hombres y mujeres se
casan, pero quienes sean juzgados dignos de la vida eterna y de la
resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden
morir, sino que son como ángeles e hijos de Dios, porque participan en la
resurrección.
Los saduceos - como tanta gente hoy, incluso cristianos - sólo creían lo que
lograban comprender con su limitada inteligencia y tocar con sus manos. Pensaban
que Dios sólo puede hacer lo que ellos puedan comprender. Y eso es encerrar a
Dios en la casilla de la diminuta mente humana; es negarlo.
Creer en un Dios Padre, que nos ama incondicionalmente, y a la vez pensar que ese
amor se limita a nuestra corta y muchas veces dolorosa existencia en la tierra,
sería tener una imagen absurda y monstruosa de Dios. “Si nosotros hemos puesto
nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los más dignos de
lástima” (1Cor 15, 19).
Dios no puede amarnos sólo por un tiempo y frustrar la insaciable sed de felicidad,
y de vivir en intimidad y comunión con Él para siempre; sed que él mismo puso en
nuestro ser, y que en esta tierra es imposible saciar.
Nosotros creemos y esperamos en la resurrección, aunque no podamos demostrarla
y ni siquiera imaginarla, porque pertenece a un orden totalmente distinto, al mundo
nuevo que cae fuera de nuestras categorías y experiencias. Es como si un niño en
el seno materno quisiera comprender lo que le espera al salir a la luz de este
mundo.
La prueba y garantía de nuestra resurrección es la resurrección de Cristo, creída
por la fe, no por pruebas científicas o históricas. La resurrección de Cristo y de los
muertos es la razón de ser, el centro y meta de la fe cristiana. La vida en la
perspectiva de la resurrección se vuelve de una fascinante belleza.
A quienes preguntan con qué cuerpo vamos a resucitar, san Pablo les responde:
“¡Necio!, lo que siembras no es la planta que nace, sino una simple semilla” (1Co
15, 37). La semilla muere y se pudre al dar vida a una planta nueva. Mucho mayor
es la diferencia entre el cuerpo físico que se descompone y el cuerpo resucitado,
glorioso como el de Cristo Jesús, que Dios nos dará al morir, si lo hemos seguido
creyendo en Él y amándolo.
Y no hay que esperar el fin del mundo para resucitar, sino que la resurrección se
verifica en el momento de la muerte. Así se lo aseguró Jesús al buen ladrón: “Hoy
mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43) . Cierto: hay también resurrección
para la segunda muerte, para quienes han rechazado conscientemente a Dios y su
oferta de salvación y resurrección.
Pero lo decisivo no es comprender la resurrección, sino desearla, prepararse para
ella y alcanzarla gracias a la misericordia de Dios, que toma en cuenta nuestras
buenas obras y nuestras cruces asociadas a la cruz de Cristo, que por la pasión
mereció la resurrección para él y para nosotros. Sin resurrección, la vida no tiene
sentido ni aliciente, y la muerte, menos
Padre Jesús Álvarez, ssp