DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Valentín Tenas , monje de Montserrat
10 de noviembre de 2013
Lucas 20, 27-28
Queridos hermanos y hermanas,
Las tres lecturas de hoy domingo, nos acercan a la esperanza Cristiana en la vida
Eterna desde diferentes perspectivas y situaciones. En la primera lectura encontramos
el ejemplo valeroso de los siete hermanos adolescentes Macabeos y el mérito de su
madre. La respuesta del Salmo Responsorial era: "Al despertar me saciaré de tu
semblante, Señor". Y la reflexión espiritual de San Pablo a los Cristianos de
Tesalónica: “Dios, nuestro Padre, que nos ha amado tanto y nos ha regalado un
consuelo permanente y una gran esperanza”. Y en el Evangelio, que el diácono nos ha
proclamado, tenemos la magistral respuesta de Jesús a los Saduceos incrédulos.
El camino recorrido por Jesús, predicando la Buena Noticia, ya ha llegado a su
término, Jerusalén. Es la última semana, días antes de su Pasión. Todo transcurre con
mucha rapidez. Ha hecho la entrada triunfal a la Ciudad Santa, con el canto gozoso
del “¡Hosanna. Bendito el que viene en nombre del Señor!". Expulsó con energía a los
cambistas y negociantes del Templo. Ahora comienza la última etapa de su
enseñanza, que tiene lugar en la explanada del Templo, centro religioso del Judaísmo.
Dentro de los pórticos de Salomón, los diferentes grupos representados en el Sanedrín
-máximo órgano de gobierno del pueblo de Israel-, Sacerdotes, escribas y fariseos,
todos dirigentes de diversas tendencias, entran en controversia con Jesús, pero: "No
lo pudieron sorprender en ninguna palabra ante el pueblo y callaron" .
Ahora es el turno de los saduceos, grupo político-religioso formado casi o totalmente
por sacerdotes descendientes de Sadoc. No eran muchos, pero sí tenían una gran
influencia. Instalados en la clase alta sacerdotal, monopolizaban el régimen y la
gestión económica del templo. De tendencia más bien conservadora a ultranza, sólo
reconocían la autoridad del Pentateuco. Negaban rotundamente la resurrección y la
existencia de los ángeles. Condescendientes con el poder romano y abiertos a las
costumbres de los paganos, eran odiados por los fariseos, que se consideraban
defensores de la verdadera tradición judía, aunque a la hora de ir contra Jesús no
tenían ningún reparo en unirse entre ellos.
Derrotados, pues, los fariseos -en su primera tentativa de comprometer a Jesús- se
acercan el saduceos y le plantean una cuestión absurda, llevada hasta extremos
irracionales: el caso hipotético de una mujer viuda casada siete veces en cumplimiento
de la antigua Ley de Deuteronomio (Dt 25, 5-10). Esta prescripción estaba pensada en
su origen para defender a las viudas solas y sin hijos. De hecho, la viudedad
comportaba no tener ningún derecho legal de protección ni ninguna seguridad
personal. Por eso Jesús, sobre la Cruz, confía su Madre al apóstol San Juan. La
finalidad, en definitiva, de la Ley era asegurar la descendencia, es decir, la continuidad
de la estirpe familiar y la protección de la viuda.
La pregunta trampa es esta: "Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la
mujer? Porque los siete han estado casados con ella?". La respuesta de Jesús, en dos
partes, pone de manifiesto la ignorancia religiosa de aquellos expertos en la ley. En
primer lugar corrige el horizonte demasiado humano de los saduceos, que imaginan la
vida futura como una reproducción exacta de la existencia terrena.
En segundo lugar, los saduceos no admitían nada que no hubiera sido revelado por
Dios a Moisés. Y es del libro del Éxodo (3, 1-22) -canónico entre los saduceos-, de
donde Jesús toma prestado su argumento decisivo para contestarles. Es en el pasaje
de la zarza que ardía y no se consumía, cuando Moisés “llama al Señor Dios de
Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. Es en presente que están en Dios y están
presentes con vida ante Dios; no forman parte del pasado, de los muertos, sino del
presente, aquí y ahora: "No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos
están vivos".
Hay cosas que en esta vida terrenal tienen un valor inmenso, como por ejemplo el
dinero, la posición social, la juventud, la salud..., pero que en la otra ya no tendrán
razón de ser. Hay, en cambio, cosas pequeñas que ya en esta vida terrenal
reproducen la vida eterna, como el amor, la memoria o el recuerdo -que es propio de
los humanos-, la fidelidad, el bien, la esperanza y la fe total en el Cristo Resucitado por
todos nosotros.
Si Dios recuerda en presente los nombres de los grandes patriarcas de Israel, también
por Jesucristo nos recordará en presente a todos nosotros, bautizados en nombre de
la Santa Trinidad.