XXXIII Semana del Tiempo Ordinario (Año Impar)
Lunes
a.- Ap. 1, 1- 6; 10-11; 2, 1-5: Recuerda de dónde has caído y conviértete.
b.- Lc. 18, 35-43: ¿Qué quieres que haga por ti? Que vea otra vez.
Este evangelio nos presenta a Jesús rodeado de gente camino de Jerusalén, como
peregrinos para la fiesta de Pascua. Junto a la puerta se reúnen los ciegos, y uno
de ellos le grita: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí” (v.37). El Mesías
había sido anunciado como el salvador de los ciegos (cfr. Is.35,5; 61,1; Lc.1,32;
4,18). El ciego hace su confesión de fe y devoción, ante las increpaciones para que
se callara, gritaba más fuerte todavía, el grito va en línea profética, Dios lo ilumina
respeto a la filiación davídica (cfr. Am.3,8; Mt.16,17). El ciego ve con luz interior,
es la fe que confiesa al Mesías en la última etapa de su camino hacia su muerte y
exaltación. Luego de su insistencia hecha oración, Jesús lo manda traer: “¿Qué
quieres que te haga?» El dijo: ¡Señor, que vea! Jesús le dijo: Ve. Tu fe te ha
salvado. Y al instante recobró la vista, y le seguía glorificando a Dios. Y todo el
pueblo, al verlo, alabó a Dios.” (vv. 41-43). Jesús acepta el título de Hijo de David,
aunque su camino a Jerusalén destruye las esperanzas nacionalistas que conlleva,
mostrando otra imagen del Mesías, más conforme al querer de Dios, que de los
hombres. El ciego ahora llama a Jesús, Señor (v. 41), soberano al que se le ha
dado poder divino (cfr. Lc. 2,11; Flp. 2, 8-11). La confesión mesiánica proclamada
por el ciego, ahora se confirma en su sanación. Lo que Dios obró interiormente, se
muestra a lo exterior: siguió a Jesús, la fe en ÉL salva. Para seguirle hay que
comenzar por la profesión de fe, confesar que Cristo es el Señor (cfr. Is.59,10;
Lc.1,79). El ciego aunque no ve a Jesús, la multitud lo amenaza con sus gritos, en
camino de Jerusalén donde se consumará la historia de la muerte y resurrección de
Cristo, el ciego recibe la luz de los ojos, el excluido vuelve a la vida, al templo, al
culto, se convierte en discípulo de Jesús. Después del último anuncio de su pasión
(cfr. Lc.18, 31-34), camino de Jerusalén, Jesús sigue haciendo discípulos que lo
acompañen a su destino de muerte y gloria. El ciego sigue a Jesús glorificando a
Dios. Con su fe reúne una nueva comunidad que alaba a Dios, imagen de la Iglesia
naciente, que se hace visible con su alabanza (cfr. Lc.24, 53). La iglesia primitiva
vio en este acontecimiento una verdadera catequesis bautismal, donde se destaca
la fe y el seguimiento del ciego, todo un camino sereno hacia la luz, que reverbera
en el rostro de Cristo Jesús.
Como el ciego Bartimeo, Teresa de Jesús vio muchas veces el Rostro de Jesucristo
desde la clara visión de la fe: “Vi a Cristo con los ojos del alma más claramente que
le pudiera ver con los ojos del cuerpo” (V 7,6).