XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Tiempo de testimonio y esperanza
Las lecturas bíblicas de los domingos últimos del año litúrgico nos remiten a textos
del género apocalíptico. La apocalíptica es una corriente literaria y teológica de las
tradiciones judía y cristiana que revela la perspectiva divina sobre la vida, la
historia y el destino del hombre y del mundo, desde el reconocimiento de la
soberanía de Dios como único Señor, y desde la experiencia dolorosa de la historia
humana como una historia de dolor, de sufrimiento, de tribulación y de mal, que el
mismo hombre provoca, consiente y mantiene. Pero los textos apocalípticos de la
Biblia requieren, como género literario muy singular, una interpretación adecuada
que tenga en cuenta el conjunto de la Sagrada Escritura y el horizonte teológico de
esperanza al cual nos abren dichos textos.
En el profeta Malaquías (Mal 3,19-20) resuena el "Día del Señor", de la tradición
profética de Amós (5,18.20) y de Isaías (19,2), como un acontecimiento tremendo,
destructor, purificador y redentor, como un día de gran crisis del orden vigente:
"Llega el día ardiente como un horno, malvados y perversos serán la paja, y los
quemaré el día que ha de venir, y no quedará de ellos ni rama ni raíz, pero a los
que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia, que lleva la salud en las
alas". Sin embargo, lo que triunfa es la salvaci= 3n de los fieles a Dios,
representada en la imagen del sol de justicia.
El Evangelio de San Lucas (Lc 21,5-19) nos introduce en el discurso escatológico,
común a los tres evangelios sinópticos y que sería conveniente leer hasta el final.
Los detalles del género literario están cargados de fuerza y chocan con nuestra
imaginación y puede que también choquen con nuestra idea de Dios, pero revelan a
un tiempo la realidad del comienzo definitivo del nuevo día de Dios en la historia
humana y que alcanza al más allá de la historia. Es posible que nos resulten
extraños los elementos portentosos de este lenguaje. Vendrán grandes terremotos,
epidemias y hambres en distintos países, calamidades espantosas y grandes
señales en el cielo. Habrá guerras y noticias de guerras... Este lenguaje
catastrofista es propio de la apocalíptica y pretende revelar al hombre, mediante
visiones y señales, la verdad última y decisiva de la historia humana desde la
perspectiva de Dios. Pero el apocalíptico cristiano no es principalmente un
pregonero de desastres históricos, sucedidos o que vayan a suceder, sino más bien
el profeta que percibe la historia del mal y de los desastres que ya existen desde la
perspectiva de quienes los sufren como víctimas. Y sólo desde el lado de los
sufrientes, puede revelar (que eso es lo que significa Apocalipsis) un nuevo
horizonte que rompe con la marcha del devenir de la historia.
En el contexto de la gran crisis que estamos viviendo hay todo un mundo de
víctimas y de desastres. A la catástrofe natural de los recientes tifones asiáticos y al
cataclismo mundial y permanente de la hambruna africana, hay que sumar esta
semana entre otros desastres sociales generados con la crisis económica, el de las
basuras de Madrid. Continúa en nuestro entorno el empobrecimiento de las gentes
y la caída en la miseria de muchas familias, así como el aumento de las
desigualdades económicas y del paro. En los últimos días los obispos de Bolivia, con
espíritu profético y dando un verdadero testimonio evangélico, digno de todo elogio
y apoyo, han denunciado la retardación de la justicia y la persecución política en el
país, han reclamado una justicia fundada en la verdad y han manifestado su gran
preocupación por la creciente ola de violencia, la amenaza a la vida, el narcotráfico,
el alcoholismo, la violencia intrafamiliar, la falta de una justicia equitativa e
imparcial para todos y la ideologización de la educación.
¡Hay tanto desastre y tanto dolor humano provocado o permitido a nuestro
alrededor! En esa perspectiva de solidaridad con los sufrientes y sólo desde ella es
donde se apunta hacia un horizonte último de esperanza. Es el horizonte donde
aparece un Hombre nuevo, el Hijo del Hombre (Lc 21,24.27.26), el que viene con
potencia convulsionando la marcha aparentemente tranquila de la historia humana
pero realmente cuajada de catástrofes y desastres, no pocas veces provocados o
propiciados por los mismos hombres. La verdad profunda de este lenguaje es que el
fin del mundo no será ni lo último ni la plenitud consumada de lo que ahora existe.
La realidad dolorosa y cotidiana de miles de seres humanos para los que cada
amanecer se convierte en una amenaza tampoco es lo definitivo. Es en esas
circunstancias donde un apocalíptico, realmente solidario con el dolor, anuncia
proféticamente la liberación que traerá el Hijo del Hombre con su venida. La
humanidad no está sometida a un destino fatal, sino que está llamada a una
liberación radical.
Por eso, sólo desde los que sufren inocente e injustamente, desde los
desamparados, desde los excluidos y marginados, desde los enfermos y
desheredados, o desde cualquier experiencia de dolor se puede comprender bien la
esperanza mesiánica del día del Hijo del Hombre quien, como sol de justicia que
lleva la salvación en sus alas, iluminará a los hombres inaugurando un cielo nuevo
y una tierra nueva en los que habite la justicia.
La novedad de Jesús en este discurso es que no habrá señales que evidencien el
final, ni siquiera los signos portentosos mencionados serán el anuncio del fin. Jesús
advierte contra los engaños de los oportunistas que se aprovechan de todo esto
para beneficio propio. Además, para Jesús lo importante no son las visiones ni las
previsiones, sino la palabra que alienta, que impulsa y que anticipa el día del Hijo
del Hombre. Esa palabra suya constituye el gran don para sus discípulos.
A sus discípulos y a nosotros Jesús nos enseña dos cosas: En primer lugar que el fin
no ha llegado todavía, es más, que no sabemos ni el día de la hora. Por eso nos
interpela y nos llama al aguante, como talante propio del cristiano en las
tribulaciones: "Con vuestro aguante, protegeréis vuestras vidas" (Lc 21,19) La
capacidad de aguante es la que nos sostiene en la vida. Pero el aguante no se
puede confundir con la resignación, es decir con la aceptación pasiva o indiferente
del mal, sino que bien entendido es la capacidad para resistir activamente al mal,
haciendo siempre el bien y con la esperanza que nos da el que sufrió la Pasión
hasta cruz. De ahí que la esperanza de los cristianos sea inquebrantable. Es
resistencia activa. Jesús no promete un futuro halagüeño para los suyos. A los
discípulos no les aguarda el éxito. Al contrario, el destino de sus testigos será como
el suyo: Como le aguardaba la cruz, a sus seguidores les espera la persecución, la
traición, el odio y la muerte. Ésta es la época del testimonio y por eso los signos
reales de su presencia son las marcas del sufrimiento. No será en ningún caso una
época triunfal.
En segundo lugar Jesús nos enseña que lo definitivo sí está dicho en su palabra. Él
sólo garantiza su asistencia con su palabra llena de sabiduría (Lc 21,15). Nuestros
obispos en Bolivia van por delante alentando a su pueblo y dando testimonio de la
verdad. Éste es el único éxito real. La victoria de los cristianos en est e mundo es la
palabra cuya autoridad y cuya verdad nadie podrá refutar ni sofocar. Éste es el
triunfo real del Espíritu en Jesús y en sus discípulos. Por eso en la palabra, en la
vida y en el sufrimiento de los testigos se va anticipando lo decisivo de su Reino. La
segunda carta a los Tesalonicenses nos alerta para que no caigamos en la
pasividad, sino que permanezcamos activos y despiertos, trabajando
incesantemente por la transformación de este mundo. Y el que no trabaje que no
coma.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura