XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario/C
La Segunda Venida de Cristo
Estamos terminando el año litúrgico, y no es extraño que los textos de la misa de
hoy nos hagan mirar al futuro de la humanidad y del nuestro: Recordemos que las
Lecturas del Domingo pasado nos hablaban de nuestra resurrección, haciéndonos
reflexionar sobre lo que nos espera después de esta vida terrena; y las de hoy
continúan esa línea y nos hablan del Fin de los Tiempos, la Segunda Venida de
Cristo.
El Fin de los Tiempos es el momento de la resurrección de los muertos, de la
Segunda Venida de Cristo y del Juicio Final: “Cuando se dé la se￱al por la voz del
Arcángel, el propio Señor bajará del Cielo, al son de la trompeta divina. Los que
murieron en Cristo resucitarán en primer lugar” (1Ts. 4, 16). Y continúa San Pablo:
“Después nosotros, los vivos, los que todavía estemos, nos reuniremos con ellos
llevados en las nubes al encuentro del Señor, allá arriba. Y para siempre estaremos
en el Se￱or” (1Ts. 4, 17). (cf. CEC 1001).
La Segunda Venida de Jesús se llevará a cabo mientras la gente está ocupada con
los acontecimientos de la vida diaria: de comer, beber, casarse, comprar, vender,
sembrar, construir. Los que estén unidos a Dios con una vida de justicia y santidad
participarán en esta definitiva etapa de la Iglesia y del mundo, también llamada la
Jerusalén celestial, en la cual “no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni
fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4).
Por esto, hoy Jesús nos orienta en el evangelio a mirar hacia el futuro con realismo
y seriedad. Jesús no quiere infundirnos miedo, sino una esperanza serena. Nos
pone sobre aviso de falsas alarmas y, sobre todo, nos invita a ver en este anuncio
un mensaje de salvaci￳n: “No tengáis pánico… ni un cabello de su cabeza perecerá:
con su perseverancia salvarán sus almas”.
El final de los tiempos no es inminente. Pero sí es serio, y nos orienta a una vida
comprometida, vida de peregrinos que avanzan hacia una meta y no se quedan
distraídos en el camino. “La espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más
bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la
nueva familia humana, que puede ofrecer ya cierto esbozo del siglo nuevo” (CEC.-
1049). Por tanto, la felicidad en la otra vida se corresponde con la felicidad en ésta:
el que, por no saber darse a los demás, no tiene capacidad de amar y ser feliz aquí,
se autoexcluye de la felicidad eterna en el Cielo.
Esta mirada hacia el horizonte futuro no pretende aguarnos la fiesta de la vida, sino
ayudarnos a ser sabios. La vida hay que vivirla en plenitud, sí, pero
responsablemente, siguiendo el camino que nos ha señalado Dios, y sin dejarnos
engañar por presuntos mesías que nos ofrecen recetas salvadoras más apetitosas.
Jesús nos advierte que encontraremos, en nuestro camino, persecuciones y
dificultades, si queremos en verdad ser fieles y dar testimonio de él. Cuando Lucas
escribía esto, ya la comunidad cristiana tenía experiencia de cárceles, envidias,
odios y muertes. Jesús nos dice que s￳lo “con nuestra perseverancia” salvaremos
nuestras vidas.
Cada Eucaristía nos hace vivir una cierta tensión entre el pasado y el futuro,
concentrados ambos en el presente. En una de las aclamaciones que más veces
repetimos se condensa esta situaci￳n: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu
resurrecci￳n: ven, Se￱or Jesús”. Y se nos hacen también familiares otras
expresiones de esta mirada al ma￱ana: “mientras esperamos la gloriosa venida de
Nuestro Se￱or Jesucristo”… Nuestro destino y el del mundo está en el futuro, y se
llama Dios. Pero el futuro ya está en el hoy de cada día. Y la Eucaristía es nuestro
alimento para el camino.
En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: “mientras esperamos la gloriosa
venida de nuestro Salvador Jesucristo”. Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía
no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra
como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En
efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al
final del mundo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le
resucitaré el último día” ( Jn 6, 54). Esta garantía de la resurrección futura proviene,
de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el
estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el
‘secreto’ de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía definía con acierto el
Pan eucarístico ‘fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte’.
En efecto, nuestro camino de cada día, de cada semana, ha de ser este avanzar
hacia la plenitud que Dios quiere, hacia aquel DÍA DE VICTORIA “que s￳lo el Padre
sabe”. Aquel Día que anunciamos siempre que celebramos domingo a domingo en
la fiesta de la Eucaristía
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)