XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
Solemnidad. Jesucristo, Rey del universo
¿CRISTO SOBERANO O REY?
Padre Pedrojosé Ynaraja
Que cada uno de vosotros, mis queridos jóvenes lectores, piense lo que quiera
respecto a la figura de un monarca actual que pueda servirle de referencia para la
fiesta que celebramos. Por mi parte, solo se me ocurre admirar, como personaje de
identidad y exigencia cristiana, a Balduino, rey de Bélgica. Imagino que, con el
tiempo, el título de la liturgia de este domingo el último del año, cambiará.
Observaréis que el enfoque de las tres lecturas, pese a que aparezca en todas la
palabra realeza, es muy diferente. Y a ello me voy a referir.
La primera está situada en Hebrón. Es una ciudad que he visitado con mucha
emoción bastantes veces. En días de fiesta y mercado, viendo desfilar un entierro
en otra ocasión y hasta en situación de toque de queda, toda ella en silencio y
cerradas puertas y ventanas, que fue la más intrigante y lograda por el privilegio de
ser nosotros latinos, cosa que, como el chofer no lo era, a él no le permitieron
adentrase en el núcleo. Se dice que es la única en el mundo que ha sido habitada
permanentemente desde la prehistoria. Jericó, más antigua por sus orígenes, en
ciertas épocas ha estado despoblada. Que en ella, me refiero a la primera, esté
situada la tumba de los Patriarcas y Matriarcas, pese a ser lo más importante, no
toca hoy comentar.
El caso es que las tribus hebreas a la vuelta de Egipto, más o menos consolidadas
en la Tierra Prometida, formaban dos núcleos que llegaron hasta la rivalidad. El del
Norte era agrícolamente más rico, el del Sur, de más potencia militar. Muerto Saúl
en Galilea, los norteños fueron a rendir pleitesía a David, vecino de Hebrón,
escogido por Dios y ungido por Samuel, no hay que ignorarlo, pero de vida algo
oculta e intrigante hasta entonces, no hay tampoco que olvidarlo, por calificarla con
benevolencia. Su figura y reinado fueron emblemáticos para el conjunto del pueblo
de Israel, como lo será Jesús de Nazaret para todos los cristianos. El paralelismo
entre ambos, es el motivo de que se incluya la presente lectura este domingo. La
segunda es un himno elogioso a Cristo, cargado de teología y solemnidad. Al
contrario de la mayoría de canciones modernas, vacías generalmente de contenidos
serios, este cántico está repleto del mensaje de Salvación eterna. Me meditarlo y
sacarle todo su jugo, es ardua tarea, pero inmensamente satisfactoria.
Empapados por estos textos, si así lo estamos, la narración evangélica resulta
desconcertante. El Protagonista, al que reconocemos como Hijo de Dios, es
ajusticiado y está agonizando. La inmensa mayoría de sus vasallos, que ni saben
que lo son, se mofan de Él y gozan contemplando su suplicio. Y Él no se revela.
Acepta pacientemente el sufrimiento corporal y espiritual. Un puñadito, tres
mujeres y un muchacho, le miran compadecidos, es todo su consuelo. Hasta el
Padre parece que se ha ocultado. Claro que una de las mujeres cercanas es su
Madre, y no es una dama cualquiera. Pero, aun así, es poca cosa para su trágica
situación. Las palabras entrecortadas que pronuncia en el patíbulo desconciertan:
¿por qué me has abandonado? En tus manos deposito mi Espíritu. Estoy sediento.
Todo se ha cumplido…
¡Vaya rey que tenemos! Podría uno pensar con aparente acierto. Y esta opinión, sin
duda, sería políticamente correcta. Pero ahora resulta que un vulgar delincuente,
un hombre hasta entonces malvado, va y le pide: acuérdate de mí… ¿a quién se le
ocurre esta súplica? ¿no es absurdo implorar algo a quien está inmovilizado y a
punto de fallecer? Pues este buen hombre, así debemos llamarle ahora, recordando
que es el único que ha sido canonizado antes de morir, es capaz de intuir lo que
toda la muchedumbre ignora.
¡Cómo saborearían, los que escucharon y entendieron la promesa del Señor! Y los
que más tarde se enteraron. Para Pedro, Andrés, Felipe, etc. recordarlas serían
palabras de consuelo y esperanza. Para nosotros también lo deben ser. Pese a los
pecados cometidos, tú, vosotros, que sois capaces de suplicar, que eres, que sois,
humildes, “estarás, estaréis conmigo en el Paraíso”, es, debe ser, en todo
momento, tanto de euforia como de depresión, un mensaje de sosiego.
Os confieso, mis queridos jóvenes lectores, que, cuando visito en Jerusalén la
basílica donde se alberga la roca del Calvario, me siento en un rincón, y primero
por mí lo digo, luego saco la agenda, y voy repitiendo los nombres de mis
conocidos, también a￱ado lo de “mis queridos j￳venes lectores”, y con estilo de
letanía, voy diciendo: acuérdate de mí, acuérdate de ellos, ahora que estás en tu
Reino.
Acurrucado en el suelo, recordando mi pequeñez y deslealtad, sin atreverme a
mirar, pero lleno de Esperanza, se lo voy pidiendo. No se me ocurre llamarle rey,
pero lo siento como soberano mío y de todos los demás hombres.