Domingo 34 del tiempo ordinario (C)
Jesucristo Rey del universo
PRIMERA LECTURA
Ungieron a David como rey de Israel
Lectura del segundo libro de Samuel 5, 1-3
En aquellos días, todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y le dijeron: - «Hueso tuyo y carne tuya
somos; ya hace tiempo, cuando todavía Saúl era nuestro rey, eras tú quien dirigías las entradas y salidas de Israel.
Además el Señor te ha prometido: “Tú serás el pastor de mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel.”» Todos los
ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del
Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel.
Sal 121, 1-2. 4-5 R. Vamos alegres a la casa del Señor
SEGUNDA LECTURA
Nos ha trasladado al reino de su Hijo querido
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 1, 12-20
Hermanos: Darnos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la
luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre
hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura;
porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles, Tronos,
Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en
él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es
el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos
los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.
EVANGELIO
Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino
Lectura del santo evangelio según san Lucas 23, 35-43
En aquel tiempo, estaba el pueblo mirando; las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: - «A otros ha salvado;
que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.» Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole
vinagre y diciendo: - «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.» Había encima un letrero en escritura
griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos.» Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: -
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.» Pero el otro lo increpaba: - «¿Ni siquiera temes tú a Dios,
estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no
ha faltado en nada.» Y decía: - «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.» Jesús le respondió: - «Te lo
aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.»
El trono de la cruz
El año litúrgico concluye con la solemnidad de Cristo Rey. La liturgia nos dice así, gráficamente,
que al final Dios, el Bien, la Verdad, la Justicia y la Vida triunfarán sobre las aparentemente
invencibles e insuperables fuerzas del mal, la mentira, la injusticia y la muerte. En realidad, dice
mucho más: que Cristo ya ha vencido, que ya es Rey del Universo, y que esa victoria, pese a
todas las apariencias, está ya operando en la historia. Esto es lo que dice la liturgia y la Iglesia
que la celebra al concluir el año. Pero no es difícil encontrar objeciones contra lo que la Iglesia
dice con su liturgia, y también contra el modo de decirlo. Empecemos por esto último.
¿Por qué para proclamar la victoria final de Cristo hay que usar el título de rey? ¿No significa
eso asimilarse a los usos de este mundo, a los deseos de un poder que se impone sobre los demás,
pues donde hay victoria tiene que haber derrotados, y donde hay reyes hay por necesidad
súbditos, siervos?
En realidad, usar el título de rey, pese a las reminiscencias políticas que parece tener, no carece
de sentido. A diferencia de los otros títulos políticos que se pueden evocar (presidente, primer
ministro), el de rey habla de un poder que no se tiene por delegación, sino por derecho propio,
por causa de la propia ascendencia. Y si, como es probable, se objeta que hoy precisamente nadie
o casi nadie cree en un poder así, pues incluso las monarquías que quedan requieren del consenso
popular para su legitimación, se podrá responder que así es, y que, hablando con propiedad, sólo
Cristo es rey por derecho propio y no por delegación, pues es el primogénito de toda criatura,
imagen del Dios invisible, el hijo del Eterno Padre. Si, pese a todo, la imagen monárquica sigue
produciendo rechazo en algunos, conviene meditar lo que nos dice hoy la palabra de Dios para
comprender que aquí se trata de un reinado muy peculiar, en el que la formalidad del símil sirve
más para marcar las diferencias que para establecer paralelismos. Más que de asimilación habría
que hablar de contraste y oposición.
Lucas lo ha expresado admirablemente en el texto evangélico que hemos leído, dibujando un
escenario perfecto de entronización, en el que no falta detalle. El pueblo contempla la escena
desde una cierta distancia; cerca del trono en el que se sienta el rey están, rodeándole, las
autoridades civiles y militares, que son las únicas que pueden dirigirse a él directamente; aunque
entre ellos destacan los consejeros más próximos que le hablan de tú a tú, sin intermediarios ni
protocolo. Este escenario formal, dibujado por Lucas con toda intención, se llena de un
contenido que poco o nada tiene que ver con alegato alguno a favor de la monarquía o de
cualquier otro sistema político. Aquí la analogía usada funciona por contraste, pues se trata de
algo completamente distinto. El pueblo que contempla de lejos no aclama, sino que primero ha
exigido la ejecución de Jesús (cf. Lc 23, 18), aunque, como indica el mismo Lucas, después se
duele de lo que ha visto (“se volvieron golpeándose el pecho”). Las “autoridades civiles y
militares”, son los altos magistrados judíos y los soldados romanos, que insultan a Jesús,
tentándole, igual que el diablo en el desierto (“si eres hijo de Dios…”), para que use el poder en
beneficio propio. Los consejeros más próximos son criminales, uno de los cuales también
apostrofa al Rey escarneciéndolo. El rey del que hablamos tiene por trono la cruz, instrumento de
tortura y ejecución para los criminales y los esclavos. Incluso el letrero en escritura griega, latina
y hebrea, anunciando “éste es el rey de los judíos”, no deja de estar cargado de ironía, que
denigra no sólo al supuesto rey en su extraño trono, sino también (ahí los romanos no perdieron
la oportunidad) al pueblo que tiene un rey así. La Iglesia y la liturgia, al decirnos que Jesús es
Rey y que ha vencido, nos presentan una imagen de esta realeza y su victoria que no puede dar
lugar a equívocos o asimilaciones.
Si ser proclamado rey significa ser enaltecido y elevado, es claro que la “elevación” de Jesús es
de un género completamente distinto. En el evangelio de Juan se habla de “elevación” y
“glorificación” para referirse a la cruz. En Lucas no se habla, pero se “ve” lo mismo. Si la
exaltación significa ponerse por encima de los demás, en Jesús significa, al contrario, abajarse,
humillarse, tomar la condición de esclavo (cf Flp 2, 7-8). Aquí entendemos plenamente las
palabras de los israelitas a David cuando le proponen que sea su rey: “somos de tu carne”. Jesús
no es un rey que se pone por encima, sino que se hace igual, asume nuestra misma carne y
sangre, nuestra fragilidad y vulnerabilidad. Por eso mismo, lejos de imponerse y someter a los
demás con fuerza y poder, él mismo se somete, se ofrece, se entrega.
Y ahora podemos comprender un nuevo rasgo original y exclusivo de la realeza de Cristo: pese a
ser el único rey por derecho propio, es, al mismo tiempo, el más democrático, porque Jesús es
rey sólo para aquellos que lo quieren aceptar como tal. De nuevo en la primera lectura
comprendemos que el sentido pleno de la elección libre del rey David por parte de los israelitas
se da sólo en Cristo. De hecho, a lo largo de la pasión de este extraño rey, tal como la narra
Lucas, van apareciendo personajes que lo eligen y aceptan pese a su terrible destino o
precisamente por él: de entre el pueblo, las mujeres que se dolían y lamentaban por él (cf. Lc 23,
26) y otras que con sus conocidos se mantienen cerca de la Cruz (cf. 23, 49); de entre las
“autoridades civiles y militares”, José de Arimatea, que reclama el cadáver, y el centurión
romano que confiesa la justicia de Jesús y glorifica a Dios (cf. 34, 47. 50-53). Por fin, también
uno de los “consejeros más próximos”, el buen ladrón, que expone su causa al tiempo que
reconoce el Reino que los ojos simplemente humanos son incapaces de ver (cf. Lc 23, 40-43).
Todos los que aceptan a Jesús como Rey y creen en su victoria sin escandalizarse del trono de la
cruz no se hacen súbditos ni siervos, sino que, al contrario, adquieren la plena libertad. Porque la
victoria de Cristo no es sobre nadie, no hay aquí derrotados y sometidos, sino que es la victoria
(en su propio cuerpo, en su carne, la misma que la nuestra, no lo olvidemos) sobre el pecado y la
muerte y, por eso, a favor de todos. Siendo rey por derecho propio (el primogénito de toda
criatura), Jesús ha conquistado una realeza que, gracias a ser de su misma carne, nos alcanza a
todos: es el primogénito de entre los muertos. Y esta es la carta de ciudadanía y libertad que
adquirimos cuando libremente aceptamos a este rey: la redención, el perdón de los pecados, la
reconciliación con Dios y con todos los seres.
En realidad, al aceptar a este extraño rey victorioso sobre el trono de la cruz, además de en
ciudadanos del Reino, nos convertimos nosotros mismos en reyes. Pero, claro, reyes como este
rey aceptado y confesado: reyes que se abajan para servir, que se ofrecen por el bien de los
demás, que se entregan sin imponerse, pues lo que están dispuestos a entregar es, como Jesús, la
propia vida. Podemos hacerlo de muchas maneras: como las mujeres de Jerusalén que se apiadan
del que sufre, o como las otras que lo seguían desde Galilea y están con él en las duras y en las
maduras, o como José de Arimatea o el centurión, que confiesan sin temor al ambiente hostil y
peligroso; o como el buen ladrón, que se engancha al Reino en el último momento… Pero lo
importante es que al hacerlo, nosotros mismos, todos, cada uno según su circunstancia biográfica
y su particular vocación, nos convertimos en reyes porque nos hacemos imágenes visibles de ese
rey que a su vez es imagen del Dios invisible. Y como la más profunda verdad del hombre es ser
imagen de Dios, por este camino llegamos a ser plenamente lo que somos.
El Reino del que habla Jesús, del que él mismo es el rey, no es de este mundo, pero no es ajeno a
este mundo. En la respuesta a la petición del buen ladrón Jesús no hace como los burócratas de
reinos y repúblicas, que remandan la petición “ad calendas graecas”, sino que cursa la solicitud
inmediatamente: “hoy estarás conmigo”. Ese “hoy” quiere decir que el Reino de Dios, el reinado
de Cristo, ya ha empezado, precisamente en la Cruz. Y nosotros, que oramos cada día para que
ese Reino venga a nosotros, podemos estar en él ya, hoy; a veces junto a la cruz (pues esa es la
llave de entrada), pero siempre en la esperanza de gozar después, plenamente reconciliados, en el
hoy eterno de Dios.