Comentario al evangelio del Miércoles 27 de Noviembre del 2013
Queridos hermanos:
La historia de la Iglesia ha sido un desfile interminable de mártires, desde los apóstoles hasta los
aproximadamente treinta misioneros que son asesinados cada año, o los fieles coptos o caldeos que
perecen en ataques terroristas cuando están celebrando el culto. Somos la prolongación del gran Mártir
y eso tiene que notarse. Una “malaventuranza” transmitida por Lucas dice: “Hay de vosotros cuando
todo el mundo hable bien de vosotros; así hacían sus padres con los pseudoprofetas” (Lc 6,25). Por el
contrario, una existencia en plena coherencia con la fe suele “hacer pupa”; “acechemos al justo
–dijeron los impíos-, que nos fastidia… se enfrenta a nuestro modo de obrar… es un reproche a nuestros
criterios y sólo verle nos da grima” (Sab 2,12-14). Cuando a nadie resultemos “molestos”, conviene
que nos preguntemos quiénes estamos siendo. En actitud de admiración hacia una serie de mártires
judíos, dice la Carta a los Hebreos: “el mundo no se los merecía” (11,38).
Hace ahora mes y medio eran beatificados en Tarragona 522 mártires de la feroz persecución que tuvo
lugar en la España de los años 30. Se han hecho muchos intentos, unos más correctos que otros, de
“explicar” racionalmente aquellos lamentables sucesos, de verlos como consecuencia “normal” de
incomprensiones e intransigencias ya inveteradas, en una y otra dirección; los historiadores tienen aún
mucha tarea en ese campo. Lo que nadie encuentra tan “normal”, lo que impresiona a todo el que mire
con ojos limpios, es la entereza de aquella multitud, a la que se adecua perfectamente la afirmación de
Apocalipsis 12,11 “no amaron tanto su vida que temieran la muerte”.
El evangelista Lucas, al transmitir esos sombríos presagios de Jesús sobre el futuro de sus discípulos,
no deja pasar la ocasión de exhortar a la acción evangelizadora: para el discípulo entusiasta, el juicio
será una oportunidad para dar testimonio. De paso, recuerda a sus lectores la presencia de Jesús en
medio de los suyos (él les inspirará la palabra oportuna) y la providencia amorosa del Padre (que mira
hasta por el último de sus cabellos). Por un lado, el discípulo que es juzgado por haber vivido de
acuerdo con su fe no necesita grandes autoapologías; su vida misma, aquello por lo que es perseguido,
debiera ser su más elocuente, irrefutable defensa. Por otro, Dios se cuida de sus hijos, en cuyos brazos
paternales descansan tranquilos. Ya previamente había advertido: “no temáis a los que matan el cuerpo
pero no pueden hacer nada más” (Lc 12,4). Y no es que el evangelista sea un neoplatónico
despreciador de la materia, del cuerpo de carne; él cree en la creación y la resurrección. Lo que le
importa es recordarnos que nuestra más íntima identidad personal la tiene Dios en sus manos. Mientras
él “nos piensa” y “nos nombra”, sostiene nuestra existencia.
Vuestro hermano en la fe
Severiano Blanco cmf
Severiano Blanco, cmf