V IGILIA DE LA I NMACULADA
“Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1, 31)
Dios se complace en su obra. Se deleita en la creación y la colma de hermosura y
de belleza; de manera especial, se extasía a la hora de crear al ser humano. “Hagamos
al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra. Creó, pues, Dios al ser
humano a imagen suya, a imagen de Dios le cre￳, var￳n y mujer los cre￳” (Gn 1, 26-
27).
A pesar del comportamiento rebelde de los primeros padres, Dios no se arrepintió
de su obra, y anunció una belleza mayor. Dirigiéndose a la serpiente tentadora, dijo:
“Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza
mientras acechas tú su calcañar” (Gn 3, 15).
Y Dios hizo alianza con Adán, con Noé, con Abraham, con Moisés, con Israel,
porque los amaba. Le dijo a nuestro padre en la fe: “De ti haré una naci￳n grande y te
bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te
bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la
tierra» (Gn 12, 2-3). Y al profeta Isaías: «Es poco que seas mi siervo. Te voy a poner
por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra». (Is
49, 5-6)
Si Dios fue espléndido y generoso en tantos momentos de la historia, si cuenta la
Biblia en relación con Judit: «De un cabo al otro del mundo, no hay mujer como ésta, de
tanta hermosura en el rostro y tanta sensatez en las palabras» (Jd 11, 21), ¡cuánto más
habrá sido el deleite y el derroche del Creador en su obre maestra!
Canta el libro de la Sabiduría, y los Padres de la Iglesia lo aplican a la
bienaventurada Mujer escogida para ser madre del Verbo hecho carne: “Me crié entre
pañales y cuidados. Pues no hay rey que haya tenido otro comienzo de su existencia;
una es la entrada en la vida para todos y una misma la salida. Por eso pedí y se me
concedió la prudencia; supliqué y me vino el espíritu de Sabiduría. Y la preferí a cetros
y tronos y en nada tuve a la riqueza en comparación de ella. Ni a la piedra más preciosa
la equiparé, porque todo el oro a su lado es un puñado de arena y barro parece la plata
en su presencia. La amé más que la salud y la hermosura y preferí tenerla a ella más que
a la luz, porque la claridad que de ella nace no conoce noche” (Sb 7, 4-10).
En la plenitud del tiempo, el ángel del Señor se dirigió a la joven María con un
saludo único: “Alégrate, llena de gracia, el Se￱or está contigo. Has hallado gracia ante
Dios”. Y la Virgen Nazarena cantará: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se
alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava.
El Poderoso ha hecho obras grandes en mi”.
San Pablo resume en su cántico la obra bien hecha: “Bendito sea el Dios y Padre
de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones
espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la
fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor;
eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el
beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos
agraci￳ en el Amado” (Ef 1, 3-6).
Y, contemplando a María Inmaculada, me viene a la memoria la profecía: “Por
amor de Sión no he de callar, por amor de Jerusalén no he de estar quedo, hasta que
salga como resplandor su justicia, y su salvación brille como antorcha. Verán las
naciones tu justicia, todos los reyes tu gloria, y te llamarán con un nombre nuevo que la
boca del Señor declarará. Serás corona de adorno en la mano del Señor, y tiara real en la
palma de tu Dios. No se dirá de ti jamás «Abandonada», ni de tu tierra se dirá jamás
«Desolada», sino que a ti se te llamará «Mi Complacencia», y a tu tierra, «Desposada».
Porque el Señor se complacerá en ti, y tu tierra será desposada. Porque como se casa
joven con doncella, se casará contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia
se gozará por ti tu Dios” (Is 62, 1-5).
Bienamada, Virgen María, remecida de gracia: «Tú eres la exaltación de
Jerusalén, tú el gran orgullo de Israel, tú la suprema gloria de nuestra raza” (Jd 15, 9).
Déjanos participar del don de tu hermosura por intercesión del fruto bendito de tu
vientre, Jesús.