Ciclo A: Fiesta. La
Presentación del Señor (2 de febrero)
Mario Yépez, C.M.
Ya es tiempo de salvación
El profeta Malaquías escribe tiempo
después del restablecimiento del culto en el Templo reconstruido después del
exilio y entre sus oráculos destaca este anuncio de la irrupción de un
“mensajero” que preparará la venida del “mensajero de la alianza”. Tal profecía
pasó luego a ser entendida en clave mesiánica y desde la relectura cristiana se
le atribuyó a Juan Bautista este personaje del “mensajero” que habría
anticipado la venida de Jesús. Por lo que se expresa en este oráculo hay una
insistencia en afirmar la presencia del Señor, que propiamente se correspondería
con el “mensajero de la alianza”, que siempre está cerca de su pueblo a pesar
de las circunstancias que afronta, de este pueblo que siempre se encuentra en
constante búsqueda y mantiene su deseo de Dios. Por tal motivo, es preciso que
quienes se hallan dedicados al culto (levitas) tienen que ser los primeros que
deben ser purificados para de esa forma ser dignos de ofrecer el don que agrade
al Señor en nombre de su pueblo. Así, es el mismo Dios quien favorece para que
todo el pueblo pueda alcanzar la dignidad de celebrar el culto que Dios quiere
y que trasciende sin duda a la vida cotidiana.
La carta a los Hebreos probablemente reúne
algunas homilías de los primeros tiempos de la era cristiana y que luego
confluyeron en la obra que ahora conocemos en el Nuevo Testamento. Es indudable
el conocimiento que tiene el autor del mundo hebreo y desde esta óptica
encuadra una de sus grandes particulares preocupaciones: profesar el sacerdocio
de Cristo, entendido desde su sacrificio redentor. Así, insiste en resaltar en
esta primera parte de la carta la dignidad de Jesús para realizar tan noble
misión. Por tanto, Jesús es el sumo sacerdote, mediador de salvación pues
asumió nuestra naturaleza humana y desde la fibra más íntima del ser humano, la
propia realidad de la muerte, hizo realidad la salvación para todos venciendo
al maligno. Es interesante la manera cómo va descartando a los ángeles o
mensajeros de Dios para esta tarea y apela a presentar a Jesús, que comparte la
naturaleza humana, como el que puede ejercer el ministerio sacerdotal de
liberación del poder del pecado. Jesús tiene la potestad de hacerlo pues él
mismo ha experimentado en su propia carne el padecimiento con lo cual puede
tender la mano salvadora a quienes también viven la experiencia de ser probados
en esta confrontante realidad. Jesús es sumo sacerdote porque consagra su
propia vida por la salvación de los hombres.
El evangelio de Lucas, dentro de sus
relatos de la infancia de Jesús, nos presenta este pasaje conocido como la
presentación de Jesús en el Templo. Para Lucas es importante que Jesús sea
reconocido como la manifestación plena del plan salvífico para la humanidad
pero no puede ser ajeno a la propia expectativa del pueblo de Israel que
anhelaba una era mesiánica. Los padres de Jesús son presentados como fieles
cumplidores de la Ley que suben a Jerusalén a realizar la purificación exigida
para la madre, pero además desean consagrar a su hijo primogénito al Señor. Es
así que Jesús llega por primera vez a Jerusalén, lugar muy especial para el
evangelista, desde donde tiempo después el acto salvador de Cristo será
anunciado al mundo entero. En este contexto, surge la figura de Simeón, hombre
que aguardaba el “consuelo de Israel”, hombre sobre quien moraba el Espíritu
Santo (eximio protagonista de este evangelio), hombre que representa toda la
esperanza de Israel. Sus ojos pueden ver antes de morir al Mesías del Señor y
proclama decididamente su misión, especialmente revelada a María su madre.
Jesús pues es presentado como signo de contradicción para su generación (y
también para las futuras) y sin duda, se anticipa ya su muerte redentora. La
profetisa Ana se une a esta alabanza porque Dios ha cumplido su promesa y el
tiempo de espera ha concluido.
La
fiesta de la Presentación del Señor se ilumina desde estos textos bíblicos que
nos hablan de la disposición esperanzadora de quienes confían en el
cumplimiento de las promesas de Dios. Malaquías anuncia el “Día del Señor”, y
para ello es preciso un tiempo de purificación. El culto es el reflejo de la
vida misma que se convierte en don preciado para Dios, pero esto implica una
preparación adecuada, una disposición requerida, porque la presencia de la
santidad de Dios lo exige. El autor de la carta a los Hebreos lo entiende
también así y confirma que el plan de salvación se ha hecho realidad en Cristo,
quien tiene la autoridad para ser sumo sacerdote, pues él mismo se convierte en
sacerdote, víctima y altar. Es Cristo quien no solo es presentado como el
elegido por Dios para esta misión de salvación sino que realmente nos tiende la
mano y nos purifica. Las palabras de Simeón son expresión de que Dios ha
visitado a su pueblo y lleva a cabo su obra de salvación en este niño llamado a
ser signo de contradicción para la humanidad. El destino del Salvador se traza
de esta forma desde la caída y el levantamiento de quienes serán testigos de
sus palabras y obras; y desde la oscuridad de la muerte se enarbola una vez más
la bandera de la esperanza. Tanto tiempo el hombre esperó esta manifestación de
Dios y ahora que lo tiene a la mano pareciera que la rechaza. Tantas
experiencias de fe pueden corroborar esto, pero aún se sigue viviendo
desesperanza y desesperación. Necesitamos de hombres y mujeres que saben
encontrar en la esperanza la mejor consagración a Dios de la propia vida.
Celebrar la consagración de Jesús como el “Santo de Dios” es darle gracias a
Dios porque es fiel a sus promesas, porque nos anima a buscarlo con deseo,
porque se revela en nuestra historia y con nuestro propio lenguaje. Es verdad
que el tiempo del dolor y de la prueba, de las dificultades y las tristezas, se
hacen cada vez más largos y pesados, pero debemos confiar que llega el tiempo
de la consolación. Simeón y Ana esperaron mucho, son el símbolo de la esperanza
en medio de la angustia y el sufrimiento, pero pudieron ver al Salvador. ¿Acaso
hemos perdido ese deseo tan pronto? Ahora deseo gritar con el salmista ante el
paso salvador de Dios, ante su visita misericordiosa y purificadora: “Alcen las
antiguas compuertas, ¡va a entrar el Rey de la gloria!”
Fuente: Somos.vicencianos.org (con
permiso)