Ciclo A: IV Domingo de Adviento
Rosalino Dizon Reyes.
La señal: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc 2, 12)
Dios nos insta a pedirle una señal, siquiera extraordinaria. Pero no tanto nos
gustan señales. Queremos nuestra liberación ahora mismo, pensando poco en el
perjuicio que resulte. No obstante nuestro no, Dios nos da una señal.
Acaz dice no. Urgente la situación, el rey se precipita en una alianza asiria, con
consecuencias terribles. La solución a corto plazo provoca a la larga peores
problemas. Aprende Acaz a fuerza de sufrimientos en carne propia.
El justo José, en cambio, no lleva a cabo la decisión instantánea que parece exigir
su descubrimiento del embarazo misterioso. Obedece más bien al ángel del Señor.
Así halla valor en la confianza serena (Is 30, 15). Por fe logra intimidad con «Dios-
con-nosotros», la salvación a largo plazo.
Entre nosotros, nada de Acaz, claro, y todo del P.P. (padre putativo) de Jesús. A
diferencia del rey, haremos caso de la advertencia: «Si no creéis, no subsistiréis»
(Is 7, 9). No estaremos tan atrincherados en nuestras certitudes y resoluciones
que obstruyamos a Dios y conozcamos solo a «un dios a medida nuestra» (Papa
Francisco).
No apoyaremos precipitadamente, por ejemplo, ninguna guerra, sin considerar las
condiciones para una guerra justa. Hasta cuestionaremos la teoría de guerra justa,
dado el carácter destructor de manera masiva de las armas modernas. Con el
peligro de una guerra aniquiladora, es «absurdo sostener que la guerra es un medio
apto para resarcir el derecho violado» ( Pacem in Terris 127; GS 4), o que ella no
será algo como dinamitar la casa para acabar con las cucarachas.
Tampoco nos encerraremos en nuestros bienes, intereses y caprichos, en «una
centralización excesiva» ( Evangelii Gaudium 32), en el mito de que tenemos control
absoluto sobre nuestros cuerpos. Respetaremos la vida ajena, sea incipiente,
naciente, ya nacida, madura o decaída, por muy molesta que la encontremos,
insignificante, despreciable y aun digna de la pena capital. Ampliaremos nuestro
horizonte y no seremos como gentes comodonas «que limitan su visión y sus
proyectos a una pequeña circunferencia», como las describe san Vicente de Paúl
(XI, 397).
En espíritu josefino, consideraremos la confianza en Dios como «la fuerza de los
débiles y el ojo de los ciegos» especialmente cuando parezca que todo está a punto
de perderse (III, 139; X, 876). Dios salva a quien le dice: «Tú eres mi confianza»
(Sal 39, 8-9). No nos pueden salvar ni nuestras riquezas ni nuestra sabiduría; solo
Dios nos puede sacar de las garras del abismo, el destino de los confiados en su
opulencia y los autocomplacientes que se halagan (Sal 49).
Y la señal que acrece nuestra confianza en Dios es Jesús, la gloria en lo alto, y en la
tierra, la gracia y la paz de los saludos y mejores deseos. Fuerte en su debilidad
por confiar en el Padre, se ofrece en el pesebre y la eucaristía como alimento. Así
indica el fundamento de toda liberación.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)