Solemnidad. Epifanía del Señor.
Visitantes
Padre Pedrojosé Ynaraja
Pasaban los días lentamente. Pasaron los trámites del empadronamiento, pero José
se había enfrascado en las reformas de una casa y no podía dejar, a medias, la
tarea. Y lo curioso del caso es que, sin llegar a acabar la obra, ya estaba
comprometido en otra. La verdad es que ya nos sentíamos vecinos de Belén. La
casita era pequeña, pero nosotros no necesitábamos un palacio. Mateo continuaba
viniendo por casa y ayudándonos. Cuando yo le decía: ven hijo mío, él se sentía
muy satisfecho.
Nos contaba que ni era pastor, pese a que admirase el oficio, ni agricultor, pero
ayudaba a su padre en las labores agrícolas. Le tocaba traerle el grano a su madre
y mover de un sitio a otro el molino de mano que diestramente utilizaba ella. Algo
semejante ocurría con el telar vertical. Si su madre cruzaba acertadamente la
lanzadera y ajustaba las pasadas, a él le tocaba vigilar las piedras que mantenían la
tensión de los hilos de la urdimbre. Se había responsabilizado del mantenimiento
del borrico de José que, de cuando en cuando, necesitaba para acarrear
herramientas o provisiones. No iba por la casa a diario, pero mantenía estrecho
contacto con sus amigos. No se aburría nunca, porque era generoso con todos.
Los encontró eufóricos una mañana. Le abrazaron en cuanto le vieron llegar. No
salía Mateo de su asombro. Notó que el mobiliario estaba cambiado. Más que
diferente, estaba repleto de bultos. Sus ojazos miraban y miraban lo que en la
habitación veían y lo contentos que estaban sus amigos. Por mucho que le
quisieran, él les tenía mucho respeto y no se atrevía a interrumpirles nunca. Por fin
se le contaron.
-¡Qué lástima que no estuvieras ayer!. Tratamos de encontrarte, pero no lo
logramos y ellos tenían prisa.
-¿Pero quiénes eran ellos?
-Pues si quieres que te sea sincera, no lo sé de cierto. Gente sabía, seguro.
Poderosos, probablemente también. Extranjeros, se les veía a la legua que lo eran.
Llegaron juntos pero no sé si venían del mismo lugar. ¿Eran amigos entre ellos y de
antiguo? Lo ignoro por completo. Lo que era evidente es que les traía a nuestra
casa unos designios del Señor, ellos decían que era una estrella. Les costó un poco
encontrarnos. Consultaron a los sabios por indicación del rey. Que pudieran hablar
con él, es lo que me hace suponer que eran gente importante.
Lo que les interesaba a todos era mi Niño. Cuando lo vieron, se quedaron mudos, el
silencio se cortaba en la habitación de tan absoluto que era. Vi que alguno lloraba
emocionado. Ni José ni yo nos atrevíamos a interrumpirlos. Se notó la fragancia de
un suave perfume. Se inclinaron mucho y me pareció que rezaban en su lengua.
Finalmente se levantaron. Abrazaron a José, que no salía de su asombro. Con sus
gestos me decían que querían saludarme y no se atrevían. Yo tampoco sabía qué
hacer. Creo que fue inspiración del Altísimo el que me acercara y les diera un beso
a cada uno. Recordaba el Cantar de los Cantares, ellos sin duda, eran amados de
mi Señor. Obre, pues, como había leído. Temblaban de emoción, también yo, si te
he de ser sincera.
Les dije que podían tomar en sus brazos al Niño y entonces su júbilo llegó al
máximo. Eran sólo hombres, pero no me sentía, yo mujer, una extraña entre ellos.
También lloré y conmigo José.
Nos contaron cómo pudieron que habían visto una estrella. José y yo nos
mirábamos extrañados, ninguno de los dos nos habíamos dado cuenta de que en el
cielo algo había aparecido y que antes no se viera. Debido a sus estudios, sabían
que un día aparecería un rey muy especial, al que debían ofrecer pleitesía. A eso
venían. Aquel astro especial, estaban seguros, era el signo, el anuncio, el indicador
del lugar donde había aparecido. Pero un día se asustaron, sintieron un gran temor,
se desilusionaron una noche que no la distinguían. Les costó decidirse a preguntar.
Tenían la sensación de que lo que ellos sabían, eran confidencias de lo Alto, que no
podían divulgar a un cualquiera. Por fin se decidieron a preguntar. Algo supieron
informarles. Los que les explicaron lo que ellos sabían por sus libros y quien estaba
sobre ellos, se notaba que a ninguno les hizo gracia sus pesquisas. Por mucho que
les pidieron que a la vuelta, si sus indagaciones habían tenido éxito, pasaran a
contárselo, que a ellos también les interesaba lo que les había traído a tierras de
Judá, tenían la sensación de que no eran sinceros.
Por el camino, muy cerca ya de aquí, sintieron como si nubarrones plomizos los
envolvieran y aislaran del entorno. Alguien les dijo: cuando consigáis vuestro
propósito, cuando encontréis al Rey que buscáis, volveos enseguida a vuestros
países, sin deteneros ni contar nada a nadie.
¡Qué bien se está aquí repetían muchas veces! Les costaba dejar de mirar a la
Criatura. Medio avergonzados nos rogaron que aceptásemos unos pequeños
regalos. Que viésemos su buena voluntad. Que rogásemos a Dios por ellos. Que
cuando el Niño fuera mayor, le hablásemos bien de ellos y le dijesen que nunca le
olvidarían.
Traían unos cofres, de ellos sacaron esto que ahora estás viendo: oro, incienso y
mirra. Mateo, tienes que ayudarnos, no sabemos cómo debemos emplearlo. Nunca
en Nazaret habíamos tenido estos regalos. Ni el día de nuestra boda recibimos algo
semejante…
El chico les dijo que le dejaran ver al Niño. Le pareció cambiado. Le dio un beso y la
criatura le sonrió. Lloró de emoción. Se le acercó María y le abrazó. Todo esto era
demasiado para él. Sabía que no estaba bien lo que iba a hacer, pero lo hizo. No
podía resistir su emoción y le daba vergüenza de que le vieran llorar. Huyó
corriendo. José y María lo entendieron, se miraron uno al otro y sonrieron.
Por la tarde volvió mohíno a pedir perdón y a ofrecerse como siempre. Les traía
cuajada y carne asada y en un cuerno aceite del olivar de su tío. Se lo agradecieron
mucho y le consolaron. Marcharse de aquel modo era propio de su edad.
María le dijo que cuando se había ido a visitar a Isabel, también había sido un poco
para huir del lugar asombroso donde Gabriel le había comunicado los designios del
Señor y que temblaba al recordarlo, no de miedo, sino de vergüenza por los elogios
que había escuchado y que venían del Altísimo.
Mateo se calmó. Les prometió encontrar la manera de guardar todo aquello. Y lo
logró.
Pasaron los días, no muchos. Una mañana se presentó José en casa de Mateo,
venía nervioso, pero no atolondrado. Le dijo que quería hablarle confidencialmente,
en un lugar donde nadie pudiera oírles. Le comunicó que había recibido un encargo
del Señor, que debían marchar de inmediato de Belén. Venía a comunicárselo
porque era el único amigo que tenían en la ciudad y porque necesitaba el borrico
que él les había estado custodiando. A Mateo la seriedad con que le hablaba le
impresionó, sentía un cierto orgullo al ver que se le confiaba un encargo de Dios,
lamentaba que se fueran ¡habían significado tanto en su vida! ¡le querían tanto! ¡los
quería tanto!.
Ellos le habían descubierto que Dios es misterio, que el hombre en su vida topa con
el misterio, que es preciso aceptarlo e imposible pretender entenderlo. En aquella
familia había descubierto un nosequé, que en ningún otro sitio encontraba…pero
precisamente porque había descubierto todo esto, debía aceptarlo y colaborar
ahora.
Marcho con José, acompañándolo, a despedirse de María y del Niño, que ya había
aprendido a conocerle. Lloró. Lloró más cuando en secreto le dijeron que se tenían
que ir a Egipto, ¡a esa tierra de desterrados y fugitivos precisamente! ¡Qué
despedida tan triste para los cuatro! Hasta parecía que el Niño se diera cuenta
cuando se puso a llorar.
EL MISTERIO DE LOS SANTOS INOCENTES.- Al cabo de unos días, llegaron los
soldados y recorrieron el pueblo. Buscaban niños, cualquier niño pequeño que
pudiera haber en Belén, querían encontrarlo. Su búsqueda era malvada, trágica. A
todos los que cogían, los mataban.
Si la muerte de cualquier niño es un misterio, matarlo es todavía más. Se pregunta
uno de inmediato quien es el culpable. En el segundo caso, cuando se trata de un
asesinato, uno piensa que clase de persona es aquella que lo ha perpetrado o ha
dado orden de hacerlo. Tanta malignidad nadie la entiende.
Supieron pronto los vecinos que quien lo había decretado era Herodes. Nadie se
extrañó, su maldad era proverbial y conocida de todos. Pero ¿Por qué a los niños de
Belén? Lloraron las madres, lloraron los padres y los abuelos. Nadie era capaz de
consolarles.
Nacerían más tarde otros niños en la población y esos sí pudieron vivir. A las
víctimas de Herodes, cuando se supieron muchas cosas que entonces nadie sabía,
se les llamó santos, se dijo que eran santos. Su historia ha consolado más tarde a
muchas madres que sin saber por qué han visto morir a sus hijos.
Cuando en la Eternidad se encontraran con el Señor resucitado, como cuando el
patriarca que en la corte del faraón de Egipto acogió a sus once hermanos, también
Jesús les diría: venid conmigo, soy vuestro hermano. No os podéis acordar de mí
porque erais demasiado pequeños. Moristeis víctimas de un poder injusto y
malvado. Yo también lo fui. Ahora, aquí que no existe memoria, todo nos es actual,
estáis conmigo, vuestra inocente infancia alegra el Cielo…