Ciclo A: Fiesta. La Presentación del Señor (2 de febrero)
Javier Balda, C.M.
Vivimos en un mundo globalizado. Nos perdemos entre la masa del mundo. Somos
uno más entre la multitud que sigue el camino de los demás. Gritamos con los
gritos de los demás; aplaudimos con los aplausos de los demás; callamos con los
silencios de los demás; pensamos con los pensamientos de los demás; vivimos
como viven los demás. Sin darnos cuenta nos convertimos en uno más en el gran
espectáculo del mundo. ¿No será que nos estamos convirtiendo en títeres
manejados por otros? ¿Dónde queda nuestro ser personal creador de nuestra
propia historia?
Pareciera que a Dios no le gustó mucho manifestarse ante las grades
muchedumbres, sino a personas particulares. Se manifestó y se reveló en su Hijo,
el día de Navidad, a unos pobres pastores. Se manifestó y se reveló, el día de la
Epifanía, a tres magos. Se manifestó a Juan Bautista en el río Jordán. Se manifestó
a Zaqueo sacando de la muchedumbre que lo seguía. Se manifestó, en el monte de
la Transfiguración, en toda su grandeza a sus tres discípulos predilectos. Se
manifestó, el día de su resurrección, a María Magdalena.
Hoy se presenta y se revela, por medio del Espíritu Santo, a dos humildes ancianos
que estaban en el templo orando y pidiendo la llegada del Mesías.
María y José, cumplidores de la Ley, presentan a Jesús en el templo. No hay gritos
ni aplausos de una gran muchedumbre y es el mismo Dios, por boca del anciano
Simeón, inspirado e iluminado por el Espíritu Santo, quien presenta y nos revela a
su Hijo amado. Es el hijo de María, la humilde sierva del Señor, pero es el Hijo de
Dios.
María y José, como eran pobres, ofrecen lo que mandaba la Ley: dos tórtolas o
pichones, pero Dios, desde su gran amor a los hombres, nos presenta y nos ofrece
la mayor riqueza que podía darnos: a su propio Hijo revestido de su grandeza, pero
cubierto de pobreza humildad.
Solo Simeón y Ana, dos ancianos de corazón limpio, dos ancianos que esperaban y
que, tal vez, habían perdido la esperanza reconocen en ese niño pobre e indefenso
al enviado del Padre, al Mesías prometido, al Hijo de Dios que había llegado a la
tierra para iluminar el camino de los hombres, para salvarnos del pecado y de la
muerte. Ese niño era el Salvador del mundo.
¡Qué ejemplos tan maravillosos para nosotros! Simeón está sólo y se siente feliz
porque sus ojos han contemplado a su Salvador. Ana da gracias a Dios por el regalo
que le ha ofrecido. Simeón y Ana, alejados de la muchedumbre han sabido orar y
ser ellos
mismos. Ellos supieron soñar, orar, reconocer, aceptar y proclamar la presencia del
Dios hecho hombre en Jesús. ¿No debe ser este el camino de nuestra fe? ¿No es
cierto que necesitemos aislarnos, dejar de ser uno más, de ser manipulado, de ser
como los demás, de vivir como los demás, para reconocer al Dios que se acerca a
cada uno de nosotros?
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)