V Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
LA SAL (CLORURO SÓDICO)
Padre Pedrojosé Ynaraja
La sentencia del Señor que ocupa casi todo el fragmento evangélico de la misa de
hoy , mis queridos jóvenes lectores, me preocupaba desde pequeño. No podía
imaginar que la sal pudiera dejar de tener gusto a sal. Siendo ya mayor, todavía
me resultaba más difícil. Mis elementales estudios de química del bachillerato, me
enseñaban que solo un acido más fuerte que el clorhídrico, podía romper el enlace
entre sodio y cloro y modificar el sabor y, en tiempos de Jesús, ni el sulfúrico, ni el
nítrico, ni el fluorhídrico, existían.
Supe después por otras fuentes, que la sal el pueblo bíblico la obtenía del Mar
Muerto. Más intríngulis tenía la cosa, ya que si bien los apóstoles eran pescadores y
venderían lo capturado fresco, a muy poca distancia, en Mágadala, allí donde había
nacido María, la predilecta colaboradora del Maestro y futura apóstol de los
apóstoles, existía una potente industria de salazón de pescado y de tal prestigio,
que hasta llegaban sus manufacturados a la ciudad de Roma.
Como podéis suponer, esta cuestión, enfocada así, ni en el seminario, ni a exégetas
de categoría con los que he tratado, podía plantearles la cuestión. Para ellos
hubiera sido frivolidad. Tal vez vosotros penséis de idéntica manera. Pues, si habéis
llegado hasta aquí, deberéis aguantarme un poco más. Me solucionó el problema un
prestigioso ingeniero especializado en salinas de mar. Llegada la edad de jubilación,
el técnico quiso estudiar teología para potenciar su Fe y, para la clase de exégesis,
escribió un trabajo que respondía a sus dos realidades, la de alumno estudiante y la
de químico especializado. Pues, sí, me dijo, en aquel tiempo, ya eran expertos en la
separación por niveles de cristalización, de las diferentes sales del Mar Muerto.
Ahora bien, para el trasporte, compactaban la sal gorda en arcilla, resultando del
proceso, una especie de briqueta de cerámica sin hornear. Seguramente sabréis
que la sal es ávida de agua, que si dejáis abandonado un puñado sobre una mesa,
al cabo de un tiempo, os encontraréis que queda un charquito y que, para colmo,
ha atacado al barniz. Aquel puñado de sal ha perdido su utilidad. Algo semejante os
habrá pasado, cuando al pretender usar un salero que desde hace tiempo no se ha
usad, no sale ni un solo grano.
La sal, para muchos pueblos y culturas, es un preciado condimento, difícil de
conseguir y caro. Los especialistas en nutrición dirán que es un vicio de países
ricos. Situad vuestra realidad en este entorno, mis queridos jóvenes lectores. Nos
dice el Maestro que somos sal. Personas ricas y selectas espiritualmente.
Descuidarnos es estropearnos, degradarnos. Sentirnos responsables, considerar
que estamos escogidos y destinados a aderezar y hacer apetecible nuestro entorno,
es nuestra vocación. Para la feliz realidad eterna, no es preciso tener estudios de
lengua inglesa, ni llegar con una abultada cuenta corriente, ni se adorna el entorno
con títulos académicos o diplomas. Se nos preguntará, nos preguntaremos, por la
utilidad, el servicio, el enriquecimiento, que hemos sembrado en nuestro entorno
histórico. Vivir y comportarse con justicia y coherencia, vale más que haber viajado
por todo el mundo, conocer la inmensa literatura que se escribe o haber gozado de
erudita belleza estética.
¡Pobre de mí si no he sabido ser sal!
Para la inmensa mayoría de los humanos la luz nos es esencial para vivir y
enriquece poseer fuentes de luz y nos llena de gozo. Una linterna guardada en el
bolsillo tal vez será causa de que nuestro compañero tropiece y caiga. El farol es
para alumbrase y alumbrar a los demás. No utilizarlo es usura, nos culpabiliza. La
Fe que nos haya proporcionado el Señor y nuestro esfuerzo, debe estar al servicio
de los que de ella carecen. No seáis perezosos y os avergoncéis de ofrecer vuestra
afortunada espiritual dádiva.
No hay que exhibir, ni presumir de generosidad. Tampoco ocultarla. En ciertos
momentos, es preciso que se enteren de lo que motiva nuestro buen
comportamiento. Quizá así los demás nos envidiarán y se iniciarán en el camino del
progreso espiritual. La I Epístola de Pedro lo recuerda “dad culto al Señor, Cristo,
en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida
razón de vuestra esperanza (3,15). Entendido desde la humildad que sabe que
“todo es gracia”, una tal conducta, no es orgullo ni hedonismo espiritual. Nunca lo
olvidéis, mis queridos jóvenes lectores, ni por pretendida modestia ocultéis vuestra
generosidad. Que sepan que en nuestra sociedad, en el ambiente que nos rodea y
hasta nos ahoga a veces, no todo es corrupción, egoísmo o ambición.