CICLO B
TIEMPO DE ADVIENTO
IV DOMINGO
Estamos en el último domingo del Adviento, que nos sitúa en las puertas de
la Navidad. Nuestra Credo reafirma el contenido del Evangelio que hoy se
proclama: “Creo en Jesucristo su único Hijo Nuestro Señor, que fue
concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Nació de Santa María
Virgen”. El Catecismo de la Iglesia Cat￳lica (483) explica que la encarnación
es “el misterio de la admirable unión de la naturaleza divina y de la
naturaleza humana en la única Persona del Verbo”.
Ya el profeta Isaías había hecho este anuncio: “Mirad: la virgen está encinta
y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel” (7, 14). Esta promesa
tendría cumplimiento en la Encarnación del Hijo de Dios en las entrañas
virginales de María. Ante el anuncio de que iba a ser madre, María
pregunt￳: “¿C￳mo será eso, pues no conozco var￳n?”. Ella, sin dudar de la
omnipotencia de Dios, quiere solamente conocer la forma de su realización.
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su
sombra” (Evangelio). María la Virgen concibió en su seno por obra del
Espíritu Santo, es decir, por obra del mismo Dios. El ser humano, que
comienza a vivir junto a su corazón, toma la carne de María, pero su
existencia es obra de Dios. Es plenamente hombre pero también es
plenamente Dios. El hecho de que María concibiera permaneciendo virgen
atestigua que fue Dios quien tomó la iniciativa y revela la divinidad de
Jesús: “Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios”
(Evangelio).
También podemos aplicar a María las hermosas palabras de Juan Pablo II
sobre el vínculo vital y la influencia recíproca entre el niño y su madre ya en
el seno materno: “La madre, ya durante el embarazo, forma no sólo el
organismo del hijo, sino indirectamente toda su humanidad”. No se debe
olvidar –seguía diciendo- “la influencia específica que el que está para nacer
ejerce sobre la madre”.
También “este Evangelio nos muestra toda la grandeza del alma de san
José” (Papa Francisco). Ante sus dudas (“Antes de vivir juntos result￳ que
ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo”), el ángel del Se￱or le
dio la misma respuesta: “la criatura que hay en ella viene del Espíritu
Santo” (Mt 1, 18-20). Y José creyó. En las ceremonias de boda en tiempos
de María y José había dos momentos: el primero en casa de la novia, donde
se hacía el contrato de esponsales, los esposos bebían de la misma copa de
vino y se pronunciaba una bendici￳n; María era ya la “mujer” de José (Mt
1, 20.25), aunque la novia seguía viviendo en casa de sus padres. En un
segundo momento, después de un tiempo (hasta varios meses), la novia
con su acompañamiento se dirigía la casa de la nueva familia, donde la
recibía el esposo. Entonces comenzaban las fiestas de boda con todos los
invitados, como en Caná. El de José y María fue un verdadero matrimonio,
no una apariencia. Pero fue un matrimonio virginal: por especial gracia de
Dios, José y María recibieron el don de la virginidad y la gracia del
matrimonio. María "fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el
embarazo, Virgen en el parto, Virgen después del parto, Virgen siempre"
(San Agustín).
“Aquí está la esclava del Se￱or, hágase en mi según tu palabra”. Fue la
respuesta sencilla y audaz de María. Este sí “implica a la vez la maternidad
y la virginidad” (Benedicto XVI). Y el Papa Juan Pablo II decía: “El "sí" de
María y de José es pleno y compromete toda su persona: espíritu, alma y
cuerpo”.
San Agustín, comentando el evangelio de la Anunciación, afirma: "Cree la
Virgen en el Cristo que se le anuncia, y la fe le trae a su seno; desciende la
fe a su corazón virginal antes que a sus entrañas la fecundidad maternal". Y
añade: "Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al
concebir en su seno la carne de Cristo". El Concilio Vaticano II dice: "Con
razón, pues, creen los santos Padres que Dios no utilizó a María como un
instrumento puramente pasivo, sino que ella colaboró por su fe y obediencia
libres a la salvaci￳n de los hombres”.
La respuesta de María manifiesta una actitud muy propia de la piedad del
Antiguo Testamento: libre sumisión a Dios, abandono a su voluntad y plena
disponibilidad en favor de su pueblo. María "se entregó totalmente a sí
misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo. Con él
y en dependencia de él, se puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al
servicio del misterio de la redención" (Concilio Vaticano II).
La Virgen María, también San José, encarnan el modelo perfecto de cómo
hay que recibir al Señor: con fe, generosidad y con plena disponibilidad,
abriendo nuestra existencia al amor de Dios.
MARIANO ESTEBAN CARO