Ciclo A: V Domingo del Tiempo Ordinario
Tito Romero, C.M.
¡Que no corten la luz!
Hace algunos días, la ciudad de Lima volvió a sufrir un apagón masivo. Ese día
pude conversar con algunos amigos que estaban malgeniados por la falta de
electricidad. Cuando se hizo de noche, la ausencia de corriente se evidenció más:
llegó la oscuridad y, junto con ella, el miedo, el frío, la inseguridad, el desorden,
etc. Es impresionante darnos cuenta cómo se nos altera la vida cuando no hay luz.
Desde siempre, al ser humano no le ha gustado vivir en la oscuridad y ha buscado
casi instintivamente la luz; de allí su deseo urgente por hacer fuego, inventar las
bombillas eléctricas, poner luces por todos lados. Hasta hubo culturas milenarias
que consideraban como dioses a las fuentes de luz como el sol, el fuego, el rayo.
Todas estas ideas nos ayudan a entender la metáfora que predomina en las
lecturas de este domingo: la metáfora de la luz.
La luz da vida, da calor, pone orden, nos indica por donde andar, crea comunidad.
La luz, en general, es un bien para el hombre. De allí que a Dios se le compare con
una luz. El efecto de la acción de Dios sobre el hombre es el mismo que las
consecuencias de vivir iluminado por una luz: nuestra vida es feliz, sabemos por
donde dirigirla, podemos ordenarla, nos unimos a otras personas, se nos quita el
miedo, nos ayuda a ver, etc. El propio Jesús, en algún momento de su vida, afirmó
claramente que “él es la luz del mundo” (Cf. Jn 8,12), es decir, que él puede darle
todo el bienestar, orden y felicidad a la vida de todos los hombres. Pero, ¿qué debe
hacer el hombre o cuáles son los requisitos para gozar de todo lo que Jesús ofrece?
En realidad, solo debe hacer una cosa: entregarle la vida. Entregarle la vida a Jesús
significa ser como él, vivir como él, pensar como él (o por lo menos intentarlo). Las
persona que decide entregarle la vida a Jesús, o sea, decide vivir como él nos lo
pide, experimenta una alegría inmensa, empieza a vivir una vida ordenada, sabe
qué decir y qué decidir en toda circunstancia, porque le ha llegado la luz de Jesús.
Esa persona empieza a vivir como iluminado. Es más, hay otra consecuencia que se
desprende de haber sido iluminado por la luz de Jesús: la persona que le entrega su
vida a Jesús queda, desde el propio momento de la decisión, convertido en una
pequeña luz. Jesús seguirá siendo la antorcha mayor, pero los cristianos pasan a
convertirse también en antorchas más pequeñas.
Aquí es donde encuentra su sentido la afirmación de Jesús en el evangelio de este
domingo. Jesús, la luz principal, les dice a sus discípulos, es decir, a los que le han
escuchado y han quedado iluminados por su luz, que ahora “son la luz del mundo”
(Cf. Mt 5,14a). La misión de todo cristiano, misión ineludible e irrenunciable, es ser
“luz del mundo”, o sea, iluminar a otros, hacer que las personas que aún viven en
oscuridad (lejos de Jesús), lo encuentren, lo amen y decidan también entregarle la
vida. De esta manera, y solo si cada cristiano se dedica conscientemente a ser luz e
iluminar a otros, cada vez serán más las personas que se decidan a vivir como
Jesús nos pide, el mundo irá mejorando y se irá iluminando. No hacer esto es ser
un cristiano mediocre, es ser una luz que no ilumina, o si quieren, en palabras de
San Mateo, es ser como “una luz metida dentro de un cajón” (Cf. Mt 5,15ª).
Pero las lecturas de este domingo nos especifican una cosa más. Si después de lo
dicho hasta aquí alguien se está preguntando cómo ser luz del mundo, le invito a
echar una mirada a la primera lectura que está tomada del libro del profeta Isaías.
Ya antes he dicho que para ser luz primero hay que dejarse iluminar por la luz
principal, lo que significa vivir como Jesús, pensar como él, actuar como él. Pero la
primera lectura de este domingo es aún más clara. Jesús, cuando vino a este
mundo se dedicó a hablar de Dios, a enseñarnos cómo es él, pero también trató de
mejorar el mundo, de desterrar toda situación que se oponía a la felicidad que Dios
le ofrece al hombre: la enfermedad, el dolor, la muerte, la pobreza, la injusticia,
etc. Ser luz, por tanto, es hacer esto mismo, porque fue lo que hizo Jesús. Eso es
precisamente lo que nos indica el profeta Isaías: “Cuando destierres de ti la
opresión, el gesto amenazador y la calumnia, cuando partas tu pan con el
hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu
oscuridad se volverá mediodía” (Is 58,9-10). Hay, pues, una obligación social, una
invitación a la solidaridad y a la lucha por la justicia, a todos aquellos que han sido
iluminados por Jesús y han quedado convertidos en luz.
Todo bautizado, todo cristiano, está llamado a ser luz del mundo. Eso quiere decir
que todos debemos entregarle nuestra vida Jesús, en primer lugar, y luego hacer
que los demás también le entreguen su vida, en segundo lugar. El mundo ya está
cansado de oscuridad, de la misma manera que la Iglesia está cansada de
cristianos que se olvidan que están llamados a ser luz del mundo. A todos ellos, a
los cristianos que no ejercen su función de ser luz del mundo, a los que han perdido
la luz o se han alejado de Dios, a los que les gusta más la oscuridad, les imploro:
¡No nos corten la luz. Con los apagones ya tenemos suficiente. La mayoría de
personas, necesitamos la luz de Jesús. Denos un poco de esa luz, muéstrennos a
Jesús; de esa manera, aunque nos vuelvan a quitar la electricidad, seguiremos
felices con la luz de Jesús!
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)