Pautas para la homilía
VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
“Si no sois mejores que los fariseos, no entraréis en el Reino”
El Espíritu (Santo) y la letra.
Las palabras de Jesús del Evangelio de hoy se enmarcan en el sermón de la
montaña, sermón que también recoge el capítulo 6 del evangelio de Lucas. Sin
embargo, Mateo presta especial atención a la cuestión de la Ley y los
mandamientos. Jesús se nos presenta como alguien que está por encima de Moisés,
máxima autoridad para los judíos, pues matiza y corrige en parte los mandamientos
que se dieron “a los antiguos”.
No debemos olvidar que Mateo escribe para cristianos de procedencia judía. Por
este motivo, muestra un especial interés por mostrar, por un lado, el cumplimiento
de las promesas del Antiguo Testamento en Jesús y, por otro lado, la superación
definitiva de la antigua religión judía. También esto le lleva a querer dejar claro que
los mandamientos de la Ley no están siendo abolidos por Jesús, sino
perfeccionados.
La comparación entre la “ley antigua” y la “ley nueva” es una cuestión relevante en
la Biblia, especialmente presente en Mateo (por lo que acabamos de señalar) y
también en San Pablo (que las presenta en oposición aunque más bien como
recurso argumentativo). Tal es así, que los teólogos más importantes han
reflexionado sobre este tema. Santo Tomás de Aquino lo hace en su “Suma
Teológica”. Podríamos resumir su planteamiento de la siguiente forma: la diferencia
entre la ley del Antiguo Testamento y la ley del Nuevo Testamento no está tanto en
la letra como en el Espíritu, en el Espíritu Santo que se nos da por Jesús. El Espíritu
Santo nos pide que aspiremos a la caridad perfecta y nos capacita para ir
caminando hacia ella.
De la perfección del cumplimiento a la perfección de la caridad.
La persona de Jesucristo es la realización en plenitud de una vida totalmente
orientada desde Dios, desde el amor. Él encarna la ley nueva que nace con el
Evangelio: “Amaos como yo os he amado” (Jn 13, 34).
Tradicionalmente se decía, siguiendo a San Agustín, que mientras la ley antigua era
la ley del temor, la ley nueva es la ley del amor. Santo Tomás explica esta
distinción advirtiendo de que todos los mandamientos, ya sean los que
encontramos en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, tienen como fin
conducirnos hacia el reinado de Dios. La diferencia está en que la ley nueva nos
introduce definitivamente en ese Reino que a los antiguos se les había prometido.
¿Por qué? Porque la ley nueva supone, ante todo, obrar movidos por el amor.
La caridad perfecta, a la que debemos aspirar, la ejemplifica Jesús afirmando su
autoridad sobre la ley antigua al perfeccionar algunos mandamientos concretos.
Pero lo fundamental de la ley nueva no es el cumplimiento externo de los
mandamientos, como lo era en la antigua, sino la aceptación interior de la gracia
transformadora, del amor de Dios. Por eso nos advierte: “ Si no sois mejores que
los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Como “sepulcros
blanqueados” (Mt 23, 27), ellos cumplían los preceptos, pero en su interior no había
amor.
3. Dejarse transformar por el Espíritu. La ley nueva nos pide, antes que nada,
pureza de corazón. Es más exigente en lo interior, pero más liviana en lo exterior,
que la ley antigua. Dicha pureza de corazón -insistimos una vez más- es un don
que viene de Dios, no de la voluntad del ser humano al cumplir esta o aquella
norma. Un don que recibimos por la fe.
Se trata de “una sabiduría que no es de este mundo”, “Dios nos lo ha revelado por
el Espíritu”, dice San Pablo. Estas palabras de la primera carta a los Corintios están
dirigidas, especialmente, a aquellos que en su época defendían que los seres
humanos pueden llegar por sí mismos al conocimiento de lo divino y, de este modo,
a la perfección. Eran los llamados gnósticos. Vana presunción, advierte San Pablo.
Sólo quien acoge al Espíritu, que viene de Dios, podrá comprender y vivir según la
ley nueva, que es Cristo.
La ley nueva: ley del Reino de Dios.
Resulta muy interesante otra consideración que hace Santo Tomás: la diferencia
entre la ley antigua y la nueva no es -aunque su denominación pueda hacernos
pensar lo contrario- estrictamente cronológica. Hubo personas en la época del
Antiguo Testamento que quisieron vivieron desde el amor, como Moisés. “Amarás al
prójimo como a ti mismo”, leemos ya en Lv 19, 18. Éstos recibieron el don del
Espíritu Santo también por mediación de Cristo.
Esto supone, consecuentemente, que ha habido, hay y habrá personas que
contribuyen a que el Reino de Dios continúe desarrollándose aun no siendo
cristianas. La acción del Espíritu de Cristo no se da sólo en una época o en un grupo
determinado. Puede estar presente implícitamente en la vida de muchas personas
sin que ellas sean conscientes de ello.
Las palabras del libro del Eclesiástico, a la luz del Evangelio, parecen invitarnos hoy
a no quedarnos en la ley antigua y aspirar a la nueva, a que nuestra voluntad se
aúne y coopere con la gracia. Nos invita a pedirle a Dios que nos ayude a vivir
como Jesús vivió.
D.
Ignacio
Antón
O.P.
Fraternidad de Atocha (Madrid)
Con permiso de: dominicos.org