Ciclo A: VI Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes.
El que vive en Cristo es una creatura nueva (2 Cor 5, 17)
Jesús, con su anuncio del reino de Dios y su estilo de vida, representa conversión y
novedad. Pero el cambio radical supone el retorno al principio inmutable que, si se
cumple, rejuvenece.
Jesús vuelve a la ley y los profetas, afirmándolos imprescindibles, sabios y
saludables. Él es el nuevo promulgador de leyes y el profetizado seductor de los
israelitas que en el desierto les habla al corazón, para que le respondan como en su
juventud (Os 2, 16-17).
Nuestro Maestro nos recuerda la tradición para que, unidos a él, la mantegamos
viva e interiorizada profundamente y la cumplamos radicalmente—lo que hizo san
Vicente de Paúl, quien, convertido a la Palabra primordial y viviéndola, se renovó.
El cumplimiento pleno significa no saltarse ni el mínimo precepto. Jesús no
concuerda con los católicos de cafetería. No le gusta tampoco que digamos sí y no
al mismo tiempo, al estilo de unos presidentes estadounidenses que usan
declaraciones escritas para expresar sus reservas referente a unas disposiciones en
las propuestas de ley que están firmando en el mismo momento. Ni aprueba las
donaciones valiosas de los peces gordos que contribuyen a la Iglesia mientras
siguen abusándose de los pequeños.
También advierte Jesús que no toda observancia al pie de la letra de los
mandamientos pasa por justicia. No son pocos los observantes intachables con
pretensiones de superioridad casi divina. Se creen la medida infalible de toda
moralidad y el centro de todo. Se encierran en las estructuras que les dan una
falsa contención, en las normas que les vuelven jueces implacables, en las
costumbres donde se sienten tranquilos, mientras afuera hay una multitud con
hambre y sed de justicia, de misericordia y acogida (cf EG 49).
No, a los necesitados no se les puede ignorar. Amar al prójimo es cumplir la ley
entera (Rom 13, 10). Dada además la jerarquía de verdades y virtudes, se ha de
concentrar además en lo más esencial (EG 35-37): la justicia, la misericordia, la
reconciliación. Encerrados en nuestros intereses, en la cultura y una teología de
bienestar (EG 54, 90), no oímos el clamor de los pobres y pronto cambiamos al
Dios compasivo por otro, a imagen de los que somos iracundos y vengativos,
siempre insistiendo en que no coman quienes no trabajan, sin molestarnos en
averiguar la razón de su desempleo, sin que sepamos nada de la gente empleada
que sufren hambre simplemente porque no les alcanza lo poco que se les paga.
La indiferencia la remediamos saliendo a las periferias. Precisamente a una
solidaridad renovadora con los pobres nos impulsa la eucaristía, el recuerdo íntimo
y eficaz del amor hasta lo sumo—nunca visto antes ni oído—de Jesús.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)