Ciclo A: VII Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes.
Hágase necio para llegar a ser sabio (1 Cor 3, 18)
Podemos ser de Cristo y del reino de Dios solo si preferimos la locura divina
a la sabiduría humana y recordamos siempre y afectuosamente al loco que
murió por los pecadores.
Lo normal es tratar al prójimo como él nos trata. ¿Nos ama? Entonces le
amamos. Si nos odia, le odiamos. Lo justo: ojo por ojo. Lo injusto: dos
ojos por un ojo o un ojo por dos ojos.
Pero la justicia vivida y enseñada por Jesús se basa en la sobreabundancia
divina, no en la equivalencia humana. Exige que vayamos más allá del «Te
doy para que me des» (Papa Francisco) y seamos perfectos como nuestro
Padre que «hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos
e injustos».
Nos asombramos de esta sobreabundancia no meritocrática, y del Maestro
que la enseña con autoridad. Pero el asombro no automáticamente se
traduce en aceptación sin reservas. Abrigamos dudas que no quedan
ocultas.
Nuestra resistencia al llamamiento a la perfección se nota en la excusa:
«humano solo soy».
Distinguimos de modo simplista entre pobres merecedores y no merecedores
de ayuda. Quizás hasta apoyamos a un político más que a los solicitantes de
asistencia pública, para los cuales el político propone una ley que les obligue
a someterse primero a pruebas de drogas.
Se ha de admitir que muchos donan cantidades de lo que les sobra. Pero se
debe reconocer asimismo que no somos pocos los que encontramos
imposible imitar a la viuda pobre que dio todo lo que tenía para vivir.
Tal vez alegremente damos de comer a los hambrientos, pero, ¿caminamos
otra milla, reconociendo su dignidad—como lo hacía san Vicente de Paúl con
su «mantel blanco»—o promoviendo el cambio sistémico? El buen
samaritano no solo sumistró los primeros auxilios; procuró la plena
recuperación del medio muerto, un desconocido y quizás un enemigo.
Y hay los Lamec modernos, deseosos de la muerte del que les hiere y
vengadores setenta y siete veces—por no mencionar las guerras «justas»
que agravan más que solucionan los problemas.
Fausto de Riez habló de la dilución del Antiguo Testamento en letra. Si
aguamos el vino de la boda de Caná, entonces nuestra continuidad con la ley
y los profetas consiste no tanto en que los afirme Jesús como en que
volvamos al servicio viejo de la letra mortífera, y no del Espíritu vivificador.
Mejor la ruptura que esta continuidad. Que se pruebe lo necio del ideal
cristiano, de modo que ya no se se diga: «No es que el ideal cristiano haya
sido probado y hallado deficiente; ha sido hallado difícil y dejado sin
probarse» (G.K. Chesterton). Ojalá veamos la sabiduría cristiana en lo que
parece locura a los ojos humanos (XI, 53). Que no nos avergoncemos de
nuestra celebración de la muerte de Jesús hasta que él vuelva aun cuando
los hedonistas se burlan de nosotros.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)