Ciclo A: VII Domingo del Tiempo Ordinario
Tito Romero, C.M.
El toque de distinción del cristiano
¿Se puede amar por obligación? ¿No es acaso que el amor brota
espontáneamente solo por aquellas personas que son simpáticas o nos caen
bien? ¿Se puede obligar a una persona a que ame a alguien, así sea a un
desconocido? Si hubiese estado entre los oyentes del discurso que Jesús
pronunció en la montaña y que san Mateo nos reproduce en el evangelio de
este domingo, éstas son las preguntas que le habría formulado, porque es lo
comúnmente se piensa sobre el amor. Aunque, a decir verdad, me imagino
que Jesús me hubiese respondido con la misma frase con la que termina
este evangelio: “Sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el
cielo” (Mt 5,48). Y es que las cosas que Jesús pide a sus discípulos en esta
parte de su discurso son tan difíciles que solo se podrían cumplir si se tiene
en mente la meta de todo cristiano: ser como Dios, amar como Dios, ser
perfecto.
Recordemos que estamos leyendo desde hace algunos domingos el famoso
Sermón de la Montaña pronunciado por Jesús. En este discurso, Jesús
expone su nueva doctrina, su nueva visión de la religión, y las nuevas
exigencias para aquellos que quieren agradar a Dios. El pasaje del discurso
que leemos este domingo corresponde a lo más duro y a la vez lo más
novedoso de su doctrina, lo más descabellado y a la vez lo más beneficioso
para todo el que quiera alcanzar a Dios. Después de aclarar cuál es el
verdadero sentido de toda ley religiosa (el amor a Dios y a sus cosas, tema
del evangelio del domingo pasado), se atreve a desafiar la validez de la ley
más antigua y más universal de esa época: la llamada “ley del Tali￳n”,
aquella que versaba: “Ojo por ojo, diente por diente” (Mt 5,38). Esta
sentencia era muy conocida en todo el mundo antiguo y era tenida como
una ley que apelaba a la justicia: quien a hierro mata, a hierro debe morir;
eso parecía ser lo justo. Sin embargo, Jesús, que tenía una sensibilidad
especial y traía una nueva manera de entender el mundo y a Dios, se dio
cuenta de que esta ley, en vez de enarbolar la justicia, lo que provocaba era
una sucesión de maldades y el aumento de la venganza, dejando de lado lo
que él mismo acababa de decir minutos antes en su discurso: que el
verdadero sentido de toda ley es el amor. La Ley del Talión no tiene amor
por ninguna parte, por tanto ni siquiera debería ser una ley. No puede haber
amor en una persona que busca vengarse de aquel que le ha hecho algún
mal. Eso solo provoca una cadena interminable de execraciones y desquites.
Y Jesús quiere que sus discípulos sean precisamente los que rompan esta
cadena de venganzas, que sean los que pongan el toque de distinción en el
mundo.
Comienza diciendo Jesús: “Yo les digo que no hagan frente al que les hace
mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha,
preséntale también la otra” (Mt 5,39). Es una frase dicha con autoridad para
que no parezca un simple consejo sino lo que en verdad es, una obligación.
Todo seguidor de Jesús está llamado a cortar con la sucesión de maldades y
venganzas que hay en el mundo, y está obligado a controlar su ira y enfado
para no responder de la misma manera a aquel que le ha faltado. Una de las
mayores exigencias del cristiano, y a la vez una de sus principales
carácterísticas, debería ser la de “poner la otra mejilla” ante cualquier
contrariedad, porque es precisamente en los momentos de ira, de cólera,
cuando lo más natural sería responder con la misma moneda, cuando un
seguidor de Jesús muestra lo que lleva en su corazón: el amor, la paciencia,
las ganas de agradar a Dios.
¿Es fácil poner la otra mejilla? ¿Es fácil guardar la sed de venganza?
Definitivamente no, y Jesús lo sabía. Aplacar la ira es como ir contra la
naturaleza humana que tiene su propio instinto de
supervivencia. Pero también es cierto que el ser humano puede dominar su
instinto por la voluntad y la razón (por algo Dios nos dio ambas cualidades),
y que puede dirigir ese instinto de supervivencia hacia la búsqueda de algo
superior, hacia aquello (o Aquel) que pueda de verdad darle la supervivencia
que busca. Es por eso que Jesús se atreve a ir más lejos en la obligación del
cristiano: “Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores” (Mt 5,44).
Para Jesús, no solo no hay que responder los agravios, sino que se debe
amar a los agraviantes. El cristiano debe hacer de su enemigo el mejor de
sus amigos.
Ciertamente, todo esto suena a una locura. Una persona podría con mucho
esfuerzo lograr controlar la ira y el deseo de venganza. Pero, amar a una
persona que quiere hacernos da￱o parece imposible. “Parece”, pero no lo es.
Solo hay una manera de lograrlo: con el deseo de ser perfectos como Dios
es perfecto. De la misma manera como una persona centra su vida en torno
a quien ama y hace hasta lo imposible por agradarle (pensamos en los
enamorados, por ejemplo), así también un cristiano debe hacer todo lo que
esté a su alcance para asemejarse a Dios, incluso si esa semejanza se
refiere a algo tan propio de Dios como son el amor y el perdón. Pues son
precisamente estás dos cualidades las que exige Jesús a sus discípulos: el
amor y el perdón a todos, incluso a los enemigos. Solo teniendo un deseo
inmenso de imitar a Dios en su manera de amar y perdonar, el cristiano
podrá salir de ese círculo vicioso creado por el deseo de venganza.
Vuelvo a la pregunta que le hubiese hecho a Jesús: ¿Se puede amar por
obligación o el amor brota espontáneamente? Jesús ya respondió en su
Sermón de la Montaña, pero lo vuelvo a aclarar: quien desea imitar a Dios
sabe que está obligado a amar como él, y eso implica amar y perdonar por
sobre todas las cosas. Amar solo a quienes nos aman, a los que son
simpáticos o nos caen bien, es amar con un amor meramente humano y eso
no tiene ningún mérito porque incluso hasta los no creyentes pueden hacerlo
(Cf. Mt 5,46-47), pero amar a los enemigos es amar con el mismo amor de
Dios, y eso sí tiene mérito porque es parecerse a Dios. Ese es nuestro toque
de distinción.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)