Ciclo A: VII Domingo del Tiempo Ordinario
Pedro Guillén Goñi, C.M.
El cristiano tiene que cortar la cadena de maldad
El libro del Levítico forma parte de lo que se conoce como la Torá o la Ley,
pero sin duda ha tenido su propia historia guardando una relación específica
con la Tradición Sacerdotal. Dada esta connotación, podemos encontrar
diversas agrupaciones de normas: rituales de los sacrificios, sobre los
sacerdotes, normativas sobre la pureza e impureza y la ley de Santidad. El
eco del Decálogo acompaña y sustenta todo este cuerpo legal-litúrgico. El
fragmento proclamado en este domingo se encuentra en la llamada “Ley de
Santidad” probablemente recogida al final de la monarquía, ligada al Templo
de Jerusalén, pero con una fuerte influencia del pensamiento de Ezequiel. La
absoluta santidad de Dios obliga a un orden particular con el pueblo de Dios
y a su vez tiene que ser explicitada no sólo en lo cotidiano de la vida sino
también en lo litúrgico. Por tanto, Dios es inaccesible para el pueblo por tal
santidad e infunde temor. El pueblo no puede acceder “directamente” a Dios
por su impureza. Pero Dios se acerca a Israel, se revela como su Dios, para
lo cual se requiere de mediaciones que confirmen esta “relación”, sean
personas (sacerdotes) como lugares (Templo). Así, la “religión” de Israel no
se cierra en el orden litúrgico sino que se expresa en la vida cotidiana puesto
que el Decálogo obliga a un orden moral. De esta forma, se entiende cómo
Dios quiere comunicar su santidad. Es obvio, que uno de los puntos más
resaltantes de esta teología de la santidad sea el tema de la pureza pero
poco a poco se va comprendiendo que ésta va mucho más allá que los
signos externos; se referiría, más bien, a la abstención de pecar. De esta
forma la santidad de Dios no podía quedarse simplemente en una condición
de la divinidad que lo alejaba del pueblo sino en la posibilidad de que el
israelita pueda exigirse vivir según la voluntad del “Santo”, es decir, obrando
el bien. La vida en comunidad trae consigo momentos muy buenos, pero
también se obligaba a entrar en conflicto. Aún a pesar de ello, no podemos
odiar a nuestro hermano, es algo inaceptable para quien cree que Dios ha
hecho alianza con todos los miembros de la “asamblea de los hijos de
Israel”, por lo que debemos preocuparnos más bien en corregir al prójimo
cuando se requiera, no dejando “cuentas pendientes”. La aceptación de la
santidad exige que se aleje todo sentimiento que pueda llevar al
enfrentamiento con el prójimo, es preciso cortar la cadena de maldad; ni
venganzas ni rencores. Si uno entiende la exigencia de ser santo, tiene que
confiar que el “prójimo” también busca esa santidad, por tanto, debemos
amarlo y eso conlleva el superar los errores y malentendidos.
Continuamos compartiendo esta exhortación de Pablo sobre el peligro de las
divisiones en la comunidad de Corinto. Pablo advierte que no podemos
aplicar criterios humanos para definir la misión de los llamados “servidores”
por los cuales se ha transmitido la fe. De esta manera, Pablo aplica la
metáfora de la “construcción” en esta explicación, afirmando que el único
cimiento es Cristo y sobre él se ha ido aportando en la “sobre-edificación”
con el apoyo de los “servidores”, y advierte que por tal labor serán juzgados.
Aquí pues, ha introducido el tema del “santuario de Dios” que es cada
creyente, teniendo a Cristo como cimiento y con la presencia del Espíritu
Santo. Como vemos, Pablo está resaltando la gravedad del hecho de
“corromper” el templo que es cada creyente en Cristo, y esto lo está
ocasionando las divisiones que existen en la
comunidad por seguir “liderazgos de este mundo”. Por esto, hay que
volverse necios para alcanzar la sabiduría de Dios. Y esta necedad implica no
un valor personal, individualista sino comunitario. El patrimonio de la fe no
es para uno mismo, ni pueden tejerse entre intereses personales, porque a
pesar de que pertenecemos a este mundo, somos de Cristo y Cristo de Dios.
El evangelio de este domingo completa las llamadas “antítesis” de esta parte
del discurso de la montaña en donde Jesús se presenta como el auténtico
intérprete de la Ley. Sin duda, uno de los temas legales del judaísmo que
creaba un conflicto con el estilo de vida del cristiano era la regulación acerca
de la venganza. La ancestral “ley del talión” fue recogida por muchos
pueblos para buscar equilibrar la pena ante los delitos cometidos, buscando
proteger la desproporción de la misma que podría acometer la persona que
había sufrido el daño. Jesús exige no tomar represalias contra el ofensor
marcando sin duda una gran distancia contra esta regulación social. Pero la
explicación que sigue desentraña la razón por la que es necesario que el
cristiano actúe de esta forma. La respuesta inmediata al mal sería también
el mal y esto se convertiría en una cadena de maldad que destruiría la
fraternidad ya dañada con la primera ofensa. Es preciso que alguien detenga
y corte esta cadena de maldad y quizá con ello, el agresor caiga en la cuenta
que la fuerza de un acto bueno como respuesta es capaz de hacerle ver el
sinsentido de su mal acción. De esta forma, la real desproporción se da en el
nivel de la bondad como respuesta contra el mal. Una interpretación que se
desprendía sobre el mandamiento del amor al prójimo era el consecuente
odio a los enemigos. Es verdad que el peligro de acoger al pueblo enemigo
supondría un peligro mayor como la aceptación de sus dioses y sus
costumbres pero la experiencia de la historia y la profundización de la fe en
el Dios único exigían un replanteamiento acerca de esta interpretación. Jesús
insta a sus seguidores a ser capaces de amar a los enemigos y ofrecer una
oración por quienes los persiguen. Aquí, no hay más motivación que
contemplar al mismo “Padre que está en los cielos” que favorece a todos,
sean buenos o malos, con el sol y la lluvia. Si nuestra justicia tiene que ser
mayor que la de los fariseos y escribas con más razón nuestras actitudes
deben sustentarse desde la fe en Cristo y no pueden ser como la de quienes
no conocen este mensaje (publicanos y gentiles). Esto es lo realmente
conflictivo, pues de seguro habría hombres que no conociendo el mensaje
cristiano mantendrían una moralidad reconocida y abierta para todos
mientras quienes profesaban el cristianismo buscaban cerrarse a los demás
y sólo buscaban apreciar a los que los apreciaban (esto también se da hoy
en día). ¿Cuál sería pues el signo que el cristiano estaba llamado a ofrecer si
su actitud para con los demás es igual que la gente ordinaria? Si el modelo a
seguir es el Padre por supuesto que es un ideal más que elevado, incluso
para muchos, casi imposible. La perfección o la integridad la hemos
entendido siempre como algo acabado y creo que la perspectiva que se abre
con esta afirmación en el evangelio no sintoniza tanto con eso, sino más
bien está relacionada con todo lo anteriormente desarrollado. La “justicia”
que el cristiano está llamado a practicar, se ve reflejado en sus actos que
hablan de querer hacer siempre el bien cumpliendo así la voluntad de Dios.
Pero este es el ideal trazado y la convicción que mueve el actuar lo que no
implica que no podamos equivocarnos y contradecir muchas veces esto que
profesamos. La obligación de ser “íntegros” o “perfectos” no se traduce
como una meta a alcanzar sino la consecución de las diversas decisiones que
debemos tomar y en todas ellas anteponer la pregunta: ¿Qué haría Dios en
mi lugar? Si Dios no se venga contra quienes no confiesan su fe en él ¿por
qué yo lo haría? ¿Acaso Dios está castigando constantemente a los malvados
por todo lo que hacen? ¿Por qué entonces yo debería devolver el mal con
más maldad? ¿Podría concebir que Dios mecánicamente favorezca la
cosecha del justo y destruya la del malvado? La fuerza del bien tiene que
vencer la cadena del mal. Es verdad que los sentimientos primarios de
indignación pueden brotar ante el daño de los enemigos, eso creo que no
está en discusión, pero el tiempo nos puede ayudar a comprender que a
mayor maldad, más increencia en el Dios del amor. Y sí lo permitimos,
cuando no hay amor en el corazón del hombre, habremos concedido la
victoria al poder del mal y la terrible desgracia de un hombre que ya no es
hombre. Esta es la peculiaridad del cristiano, y que se convierte en una
acción grande y poderosa y que te impulsa a obrar como Dios lo haría y, sin
duda, manifestaría tu integridad y perfección.
Santidad, sabiduría, perfección no son términos que hablen de un
distanciamiento con Dios sino todo lo contrario. Tienen que ser entendidos
como origen, puente, motivación y final. Dios es Dios de todos, y esto
debemos darlo a conocer con la exigencia de hacer todo el bien que
podamos, aún a pesar de las maldades que podamos recibir. Cuidemos el
santuario del Espíritu, dejando actuar al Espíritu del amor. Hay heridas
abiertas, odios que subsisten en el tiempo y estas cosas solo generan más
heridas y más resentimientos. Volquemos nuestras vidas a sanar y amar con
tal radicalidad que no dejemos ningún espacio para el odio en el corazón.
Porque no olvidemos que estemos en este mundo, vivamos lo que vivamos,
hagamos lo que hagamos, somos de Cristo y debemos actuar como él.
¡Bendice alma mía al Señor, y todo mi ser a su santo nombre!
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)