VII domingo del Tiempo Ordinario/A (Mt 5, 38-48)
Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los
persiguen y calumnian
Jesús después de habernos hablado de las bienaventuranzas, luego de que nos ha
pedido convertirnos en sal y en luz para las gentes que nos rodean, y después de
habernos indicado que él no venía a abolir los mandamientos, sino a darles
plenitud, hasta hacernos llegar a las grandes alturas de la santidad y del heroísmo,
Cristo hoy deja caer sobre nuestros ánimos algo que tendría que cambiar
radicalmente nuestras vidas: Cristo fue muy preciso y muy claro y muy tajante
sobre lo que él quiere de los que se han convertido en sus seguidores: “Han oído
que se dijo: ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Yo en cambio, les digo: Amen a
sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen
y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre
los buenos y los manos y manda su lluvia sobre los justos y los injustos”.
Todo esto sólo es posible para el que tiene fe. Si no tuviéramos fe, ¿cómo
podríamos amar al que te ha dejado sin casa y sin familia porque su voracidad ha
sido grande y sin medida? Quién que no tenga fe ¿podría siquiera pensar en hacer
el bien a los que saben que te odian, que te ven como objeto inservible, para
quienes sólo eres útil mientras pueden servirse de ti, pero al que han tirado cuando
ya te han sacado todo el jugo? Y ¿Quién se atrevería a rogar por los que te
persiguen y te ha calumniado hasta dejarte en la lona?
Necesitamos fe, mucha fe. Y es que “Una fe que no da fruto en las obras no es fe”.
Muchas veces escuchamos: ‘Pero yo tengo mucha fe’, ‘Yo creo todo, todo…’ Y quizá
esta persona que dice eso tiene anidada en el corazón la venganza, que cuando no
se le pone límite es capaz de acabar con los individuos en conflicto e incluso con
naciones enteras, provocando guerras, hambre, sangre inocente derramada y
enemistades que pueden durar toda una vida. Su fe sería como una teoría, pero no
está viva en su vida. Podemos conocer todos los mandamientos, todas las
profecías, todas las verdades de fe, pero si esto no se pone en práctica, si no va a
las obras, no sirve. Podemos recitar el Credo teóricamente, también sin fe, y hay
tantas personas que lo hacen así. ¡También los demonios! Los demonios conocen
bien lo que se dice en el Credo y saben que es verdad (Francisco).
Pero por otra parte, el hecho de Cristo nos pida que dejemos de usar la violencia, la
venganza y el odio como el móvil de nuestra vida, eso no quiere decir que debamos
de quedarnos callados y con los brazos cruzados ante la injusticia y la maldad.
Cristo mismo no procedió así. Él nunca se doblegó ante la injusticia del Imperio
romano; a Herodes lo llam￳ “don nadie”, zorro; a los ricos les se￱al￳ su gran
dificultad para llegar al Reino de los cielos; a los fariseos los denunció por
manipular las conciencias de los pobres y a los sumos sacerdotes por haber
convertido las cosas de Dios en un negocio.
Y si no nos acabamos de reponer de la sorpresa que nos han causado las palabras
de Cristo, todavía podemos sorprendernos un poco más, cuando el profeta Isaías
nos llama a la santidad, porque nos hemos acercado Dios que es tres veces santo,
y todavía más, el mismo Cristo, en el colmo del heroísmo y la santidad, nos pide
escuetamente: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto”. Ya tenemos
trabajo para rato, ¿Tú ya comenzaste?
Para poder vivir esta caridad tenemos que mirar el primer modelo, el Dios lleno de
misericordia, encarnado en Cristo, que entregó nada menos que su vida como
muestra de su amor. Dios en Cristo amó a todos, sin distinción de razas, lengua y
color. Dios ya desde el Antiguo Testamento es un Dios paciente y misericordioso
con su pueblo infiel a la alianza, idólatra. Y en el Nuevo Testamento ese Dios se
hizo hombre en Cristo, para revestirse de nuestra carne y así podamos nosotros
“tocar su carne” en la persona del pobre y necesitado, como dice el Papa Francisco.
Esa caridad fue infundida por Dios el día del bautismo, como semilla que debemos
regar, abonar y hacer fructificar.
Viviendo esta caridad imitamos en cierto sentido la santidad de Dios (primera
lectura). Viviendo la caridad, construimos la comunidad que es un templo de Dios,
como nos dice san Pablo en la segunda lectura, unidos en Cristo. Viviendo esta
caridad sabremos también corregir fraternalmente al hermano cuando quiera ir por
malos caminos (primera lectura) y ofrecerle una palabra oportuna, no desde la
agresividad, sino desde el amor. Amar no significa cruzarse de brazos.
Esta caridad comienza por casa, con los más cercanos, que son los que más
motivos y ocasiones nos dan de practicarla: en la familia, en el equipo de trabajo,
en la comunidad religiosa y en la parroquial. No dar importancia a pequeñeces,
sobre las que discutimos a veces perdiendo el humor y la paz. Esa caridad no con
palabras bonitas o con teorías, sino con gestos concretos (evangelio). También
caridad con los pobres, los débiles, los pecadores, los que están en las periferias,
como tantas veces nos dice el Papa Francisco. Y el culmen, caridad para perdonar a
los enemigos y a los que nos maltratan, poniendo la otra mejilla. El cristiano saluda
a los adversarios, presta gratuitamente, no responde con contraataques, está
pronto a la reconciliación sin albergar sentimientos de represalia y cortando las
escaladas del rencor en nuestro trato con los demás.
¿Utopía? ¿Asignatura pendiente en algunos cristianos? ¿Entendimos el mensaje
difícil de Jesús? ¿Lo practicamos? En esto nos jugamos nuestro nombre de cristianos y nuestro
gozo eterno: al final de la vida se te examinará del amor.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)