CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
VI DOMINGO
Jesús, al inicio de su ministerio público, se dedica completamente a la predicación
del Reino de Dios y a la curación de los enfermos, revelando así el amor que Dios
nos tiene, que “envió al mundo a su Hijo único para que
vivamos por medio de él" (1 Jn 4, 9). La enfermedad pertenece a la condición
humana. Es una metáfora realista de ella. Experimentamos que no somos capaces
de valernos por nosotros mismos. Necesitamos que el Dios cercano “nos coja de la
mano y nos levante” (Mc 1, 31).
En el Evangelio de estos domingos se nos relatan varias curaciones milagrosas. Hoy
se nos presenta una curación muy especial: la de un leproso. Aparece Jesús en
contacto con la enfermedad considerada en aquel tiempo como la más grave: volvía
impuro al leproso y lo excluía de la vida social. “Si quieres, puedes limpiarme”, dice
el leproso. Jesús no evita el contacto con este hombre; más aún, lo toca con la
mano —ignorando la prohibición legal—, y le dice: “Quiero, queda limpio”.
Hay constancia de que la lepra ha afectado a la humanidad desde hace al menos
cuatro mil años. Históricamente esta enfermedad ha sido estigmatizante:
considerada incurable y vergonzosa , producía graves mutilaciones. Según la
antigua ley judía (Lv 13-14), la lepra era un castigo divino: Una verdadera
"impureza" ritual y contagiosa. Se establecía un duro cordón sanitario: el leproso
entraba en una situación de exclusión civil y religiosa. Como una especie de
muerte. “El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y
despeinado, con la barba rapada y diciendo: ¡Impuro, impuro! Mientras le dure la
lepra, seguirá impuro, vivirá solo y tendrá la morada fuera del campamento”
(primera lectura). En muchos pueblos primitivos era una enfermedad maldita.
El leproso del Evangelio de hoy era uno de los muchos que malvivían marginados
fuera de las poblaciones, en los cementerios, en el desierto o en cuevas; a veces
por decenas, como los que encontró y curó Jesús (Lc 17, 11-22). Así la lepra
entrañaba dolor físico y moral. Incluso la mala conciencia –inducida por los rabinos-
de que Dios les estaba castigando por sus pecados, por lo que quedaban excluidos
de la comunidad. Cuando un leproso se acercaba, se le ahuyentaba a pedradas.
Estas prácticas contrastan con la actitud de Jesús, que “sintiendo lástima, extendi￳
la mano y lo tocó, diciendo: quiero, queda limpio” (Evangelio). Dice Benedicto XVI:
“En ese gesto y en esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvaci￳n, está
encarnada la voluntad de Dios de curarnos, de purificarnos del mal que nos
desfigura y arruina nuestras relaciones”.
Jesús no tiene miedo al contagio. Más aún, ya Isaías había profetizado que el Siervo
del Señor cargaría con nuestros sufrimientos y soportaría nuestros dolores.
“nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado” (Is 53). Jesús fue
“leproso entre los leprosos” (P. Damián). En una oraci￳n decía San Agustín:"¡Señor,
ten compasión de mí! ¡Ay de mí! Mira aquí mis llagas; no las escondo; tú eres
médico, yo enfermo; tú eres misericordioso, yo miserable" (Confesiones, X, 39).
La curación tiene un efecto múltiple en la vida del leproso: Jesús le devuelve la
salud física, cierra las heridas personales, lo reintroduce en la comunidad de los
creyentes y restaura su relación con Dios. Este milagro es signo de la misión de
Jesús, el Salvador de todos los hombres, que hizo del leproso un hombre nuevo:
Reaccionó divulgando el hecho “con grandes ponderaciones”. Es el testimonio
agradecido. Para Francisco de Asís, que a sus veinte a￱os aún “estaba en pecados”,
el beso de la paz al leproso supuso un cambio radical de vida. Desde entonces
“Francisco vivió inseparablemente la imitación de Cristo pobre y el amor a los
pobres, como las dos caras de una misma moneda” (Papa Francisco).
Ahora Cristo Jesús, resucitado y glorioso, siente lástima por nosotros. Estamos
llamados a vivir en comunión con Él por la fe, que obra por el amor, mediante los
sacramentos y cumpliendo sus mandamientos (Jn 15, 10). Viviendo con Cristo y
como Cristo: “Siguiendo el ejemplo de Cristo” (segunda lectura). El contacto con
Cristo nos salva como salvó al leproso. En la oración colecta de hoy pedimos a Dios,
que habita en los rectos y sencillos de corazón, vivir por su gracia de tal forma que
merezcamos tenerle siempre con nosotros.
Unidos íntimamente al Verbo hecho hombre, somos hijos de Dios. “No hubiéramos
podido recibir la incorrupción y la inmortalidad, si no hubiéramos estado unidos al
que es la incorrupci￳n y la inmortalidad en persona” (San Ireneo).
MARIANO ESTEBAN CARO