CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
VIII DOMINGO
Por la sangre de Cristo Dios ha establecido con nosotros una alianza nueva
y eterna. Así lo proclamamos en la Santa Misa. La cruz -el corazón abierto
de Jesús- es el signo supremo del amor de Dios a los hombres.
La religión cristiana es re-ligazón, pero, sobre todo, es alianza de Dios con
el hombre: relación de persona a persona, de corazón a corazón. No es algo
que se nos impone desde fuera. Es una alianza de amor: Dios, que es amor,
se une a nosotros por amor. Y nosotros hemos de responder amándole a Él
sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. “Dios es amor,
y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. Nosotros
hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4,
16). El Papa Benedicto XVI ve en estas palabras el corazón de la fe y una
formulación sintética de la existencia cristiana: “No se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con
un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y,
con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI).
Dios quiere que vivamos en alianza con Él, en comunión con Él. Esta
profunda realidad es el fundamento del plan salvador de Dios. La alianza
originaria, que Dios hizo con su pueblo en el Sinaí, los profetas la fueron
recordando y profundizando con notas afectivas, tomadas de la experiencia
humana, para explicar la relación de Dios con su pueblo: rebaño-pastor,
viña-viñador, hijo-padre, esposa-esposo. Así la Alianza fue perfilándose
como una relación de amor (Ez 16,6-14), que el profeta Oseas presenta
como unos nuevos esponsales: “me casaré contigo en matrimonio
perpetuo” (primera lectura). Jeremías anuncia que con esa Alianza nueva y
eterna será cambiado el corazón del hombre, en el que se inscribirá la ley
de Dios (Jer 31,33s; 32,37-41). “No en las tablas de piedra, sino en las
tablas de carne del coraz￳n” (segunda lectura).
El Evangelista San Juan anuncia el cumplimiento de estas profecías: “Tanto
amó Dios al mundo que envió a su Unigénito, para que todo el que cree en
él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). También San Pablo:
“Cuando lleg￳ la plenitud de los tiempos, envi￳ Dios a su Hijo, nacido de
mujer, nacido bajo la ley, para que recibiéramos la adopci￳n filial” (Ga 4,
4). El Hijo de Dios, hecho hombre, viene a anunciar el Reino de Dios, que
se parece al banquete que organizó un rey para celebrar la boda de su hijo:
“Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis,
llamadlos a la boda” (Mt 2, 9).
El Evangelio de hoy se sitúa en el ambiente alegre de una boda. En un
marco así Cristo hizo su primer milagro, convirtiendo el agua en vino, que
en las bodas era un elemento esencial: “Donde no hay vino, no hay alegría”
(Talmud). El vino “alegra el coraz￳n del hombre” (Salmo 104). Cristo no fue
a la boda para aguar la fiesta. Estas celebraciones se tenían en el patio de
vecindad durante una semana. Familiares, vecinos y amigos cantaban,
bailaban y compartían el banquete. Especialmente significativo era el papel
de los “amigos del novio”. Evidentemente una boda no era momento de
ayunos y penitencias.
El Reino de Dios anunciado por Jesús está cerca de nosotros; es más “está
dentro de vosotros” (Lc 17, 21). Decía Benedicto XVI: “La alegría cristiana
brota de esta certeza: Dios está cerca, está conmigo, está con nosotros, en
la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad”. La "cercanía" de
Dios no es una cuestión de espacio o de tiempo, sino de amor, porque el
amor acerca y une. El amor produce alegría, y la alegría es una forma del
amor.
Dios habita en quien le ama a Él y al prójimo. Y donde está Dios hay
alegría. El cristiano es feliz porque nunca está solo. Sabe que Dios está
siempre a su lado. Como amigo fiel, en la alegría y en el dolor. “El Se￱or
está más cerca de nosotros que nosotros mismos” (San Agustín). La alegría
es elemento central del ser cristiano.
“Estad siempre alegres en el Se￱or; os lo repito, estad alegres. El Se￱or
está cerca”, insiste San Pablo en la carta a los Filipenses (4, 4-5). “La
alegría cristiana, al igual que la esperanza, tiene su fundamento en la
fidelidad de Dios, en la certeza de que Él mantiene siempre sus promesas”
(Papa Francisco).
El amor y la alegría son frutos del Espíritu Santo (Ga 5, 22-23), que ha sido
derramado en nuestros corazones (Rm 5, 5). Así Dios puede hacernos vivir
su alegría desde lo más profundo de nosotros mismos. El Espíritu nos hace
ser y sentirnos hijos de Dios y nos impulsa a dirigirnos a Él con la expresión
«Abba», Padre. La alegría es signo de la presencia y de la acción del Espíritu
Santo en nosotros.
Por el Espíritu, la Persona-Amor, la Persona-Don, que habita en nosotros,
Dios inscribe la ley de la nueva y eterna Alianza en nuestros corazones
(segunda lectura). Es el Espíritu Santo el que desde dentro de nosotros
mismos nos impulsa y nos guía para cumplir la Alianza de Amor. Nos mueve
a querer lo que Dios quiere, que siempre es nuestro bien.
MARIANO ESTEBAN CARO