Encuentros con la Palabra
Domingo II de Cuaresma – Ciclo A (Mateo 17, 1-9)
“Levántense; no tengan miedo”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Tengo ante mi en estos días la imagen de dos parejas enamoradas: una de ellas se casa
en junio próximo y la otra cumple sus bodas de oro matrimoniales en enero del próximo
año. Los primeros están experimentando el goce mágico de una pasión enamorada que
los llena de entusiasmo para comenzar a caminar juntos; los segundos disfrutan del amor
fiel y de la mutua compañía en la cima del camino, contemplando, sin acabar de
creérselo, la distancia que han recorrido. Para ambas parejas el paisaje es muy distinto.
Contemplan el mismo camino desde extremos, aparentemente, opuestos. Sin embargo, el
amor que los sostiene tiene la misma raíz. Las dos parejas escuchan la misma palabra
que les dice: “Levántense; no tengan miedo”. Esta raíz es la promesa que han recibido y
que se va haciendo historia en el diario caminar del amor de Dios en ellos.
¿Quién sería capaz de embarcarse en un proyecto tan complejo como el matrimonio si
antes no experimentara, de alguna forma, las mieles luminosas del paraíso que van a
construir paso a paso? ¿Quién sería capaz de entrar en un seminario o en una casa de
formación religiosa para consagrarse plena y definitivamente al seguimiento y al anuncio
del Señor, sin estar, en cierto modo, borrachos de amor hacia Aquél que nos invita y por
la misión a la que nos envía? No podríamos comenzar una tarea que abarque la totalidad
de nuestra existencia, si nos quedáramos mirando solamente los inconvenientes y las
contingencias del proceso, olvidando levantar la vista, por lo menos de vez en cuando,
hacia el destino final que nos espera.
Pedro, Santiago y Juan, subieron con el Señor a un cerro muy alto y allí, como un
relámpago en medio de una noche cerrada, se reveló para ellos el misterio último de la
vida de Jesús. Pudieron contemplar al Señor transfigurado, recordando el brazo fuerte y
extendido del Dios de Moisés, que era incapaz de soportar la esclavitud de su pueblo en
Egipto y, al mismo tiempo, sintieron la brisa suave que refrescó el rostro del profeta Elías en
el monte Horeb. “Allí, delante de ellos, cambi￳ la apariencia de Jesús. Su cara brillaba como
el sol, y su ropa se volvió blanca como la luz. En esto vieron a Moisés y Elías conversando
con Jesús”. Ellos pensaron que habían llegado al final del camino y le propusieron al Se￱or
que harían tres tiendas para quedarse allí para siempre. Sin embargo, el camino hacia el
calvario apenas comenzaba y todavía tenían que acabar de subir a Jerusalén para asumir
las dificultades y sufrimientos que les esperaban en la Ciudad Santa.
El sentido que tiene este evangelio, cuando comenzamos el tiempo de Cuaresma, es
mostrarnos, precisamente, el final del camino, la promesa hacia la cual dirigimos nuestros
pasos. El Señor nos concede muchas veces probar un poco las delicias del paraíso, en
medio de las vicisitudes de nuestra existencia, para fortalecernos y animarnos a construir el
amor fiel de la entrega total. El peligro que tiene la pareja que comienza su camino de amor
es pensar que todo él será un jardín de rosas y no se decidan a construir día a día y paso a
paso, una relación fiel que los lleve a vivir en plenitud. Y el riesgo que corren los que están a
punto de llegar a sus bodas de oro es que olviden que algún día su corazón vibró
apasionadamente y que lo que han ido edificando a lo largo de tantos años es exactamente
lo que el Señor llama un amor que llega hasta el extremo.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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