Ciclo A: II Domingo de Cuaresma
Rosalino Dizon Reyes.
Toma parte en los duros trabajos del Evangelio (2 Tim 1, 8)
Jesús salió del Padre y vino al mundo para salvarnos. Seremos salvados si le
imitamos, saliendo de lo familiar y seguro para ayudar a los demás.
A Pedro le basta con sentirse a gusto en la montaña de la transfiguración. De allí
no quiere irse. No le preocupa que no estén presentes los demás. Ni importa que
haya oído al Maestro decir que en Jerusalén enfrentaría su destino. El
bienintencionado piensa una vez más como los hombres.
Así pienso con frecuencia. Para pensar como Dios, me conviene recordar la nube
sobrecogedora y la voz reprensora: «Éste es mi Hijo, el amado, mi
predilecto. Escuchadlo».
No es que me cueste creer que ya está Jesús a la derecha de Dios e intercede por
nosotros. Por la fe, veo a Jesús coronado de gloria. Es por eso que, aun en medio
de la oscuridad, sigo creyendo, orando, yendo a la misa, visitando iglesias. Pero
también admito que no es del todo imposible que mi culto indique no tanto
devoción como escapismo o mi modo de anestesiar la ansiedad de que fácilmente
me pueda pasar lo que a un sin hogar.
No, no es fácil hacerles frente a mis temores y preocupaciones. Esto explica en
parte por qué me resulta difícil hacer íntegra mi afirmación de fe, es decir, confesar
que el Hijo amado no es sino el Siervo Sufriente predilecto. No tengo problemas
con proclamar que Jesús está en su gloria; lo difícil es adquirir mayor conciencia de
que allí está él «por haber padecido la muerte».
Así que escuchar a Jesús presupone que no me cuento entre aquellos a quienes se
les echa en cara: «¡Qué necios y torpes sois …! ¿No era necesario que el Mesías
padeciera esto para entrar en su gloria?». Se presupone además que no cuestiono
la declaración de Jesús—bien captada por san Vicente de Paúl (XI, 725)—de que un
sin hogar representa al Hijo del Hombre.
Pero prestarle atención quiere decir, sobre todo, abandonar lo conocido y fácil para
adentrarme en lo desconocido y duro, cambiar de pensamiento y conducta, y salir
con él a las periferias. Esto es ponerme a plena disposición de Dios y confiar
completamente en la Providencia, como lo hicieron tanto los patriarcas Abrahán y
José como los santos José, Vicente y Luisa de Marillac. Estaban convencidos de que
el Todopoderoso, bien capaz de escribir recto con renglones torcidos, les había
sacado de sus hogares seguros para hacer de ellos instrumentos de salvación y
bendición. Seguramente, ellos preferirían también «una Iglesia accidentada,
herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por el encierro y la
comodidad de aferrase a las propias seguridades» (Papa Francisco).
Y no siempre tenemos que salir a las periferias. Con frecuencia está el Marginado a
la puerta llamando. Si le escuchamos y abrimos la puerta, entrará en nuestra casa
y cenará con nosotros y nosotros con él.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)